El segundo asesinato de Alexéi Navalni
Navalni ha sido la última de sus selectas ejecuciones. Vendrán otras
El milagro es estar vivo, a poco que se piense. Alexéi Navalni ha sido sustraído al milagro. Lo cual es, en Rusia, lo más cotidiano, lo trivial, lo ineludible. Bajo Putin, ahora. Como antes bajo Brézhnev, Jrushchov, infinitamente más bajo Stalin y, durante un lapso sólo más breve, bajo Lenin. Como, durante siglos, bajo la teocracia zarista. Como siempre, como siempre, como siempre.
La contabilidad de los asesinados por las diversas –y tan tenuemente distinguibles– tiranías rusas es irrealizable. Hasta los sólo 20.000.000 de Stalin son aproximativos: es bastante verosímil que fueran más. Y un líder bolchevique tan moderado como Grigori Zinóviev, fijaba en un generoso 10 % a la población rusa que era preciso exterminar para que el paraíso tomara, finalmente, tierra: «Para deshacernos de nuestros enemigos» –escribía, el 19 de septiembre de 1918, en el número 109 de Savernaya Kommuni–, «debemos atraer a nuestro lado, digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados». Me he preguntado muchas veces si Zinóviev preveía que en el lote de esos diez millones iba a ser catalogado su cadáver. Y el de todos los dirigentes bolcheviques de su generación. Con excepción de Stalin, por supuesto, que se ocupó en dar vida a la profecía. Yo sospecho que sí, que todos se sabían camino del sacrificio; que, en lo más hondo, lo anhelaban.
Putin no es Stalin. Puede que lo envidie. Puede que aspire a serlo. De momento, sus cifras no son equiparables. Pero tiene aún tiempo para reducir distancias. Navalni ha sido la última de sus selectas ejecuciones. Vendrán otras. Como la de Navalni vino después de las de otros. Recordemos algunas de las más recientes:
–2006. Anna Politkóvskaia: periodista que narró las matanzas rusas en Chechenia. 7 de octubre. Casualmente, día del quincuagésimo cuarto cumpleaños de Vladímir Putin. Cuatro balas disparadas por una Makarov 9 milímetros (pistola habitual de la policía rusa) en el portal de su domicilio.
–2006. Aleksandr Litvinenko: ex espía pasado al enemigo. Una ejecución más clásica: Polonio 210 en taza de té. Envenenado en una cafetería de Londres el 1 de noviembre. Muerto en el University College Hospital, al cabo de 22 días de infructuoso tratamiento.
–2013. Mikhail Beketov: periodista. Apaleado en 2008. Sobrevivió, inválido, durante cinco años de infierno.
Otros sobrevivieron. Sobreviven aún en presidios tan atroces como ese «Lobo Polar», en el Ártico, al que se encomendó la destrucción de Navalni. Los nombres de la mayor parte de ellos jamás los conoceremos. Los que aún viven están sólo en tránsito hacia la muerte. Una vieja historia: la de los campos nazis, la del gulag estaliniano.
Navalni había sido envenenado, una primera vez, por los sicarios de Putin en el año 2020. Alemania logró sacarlo de Rusia y le salvó la vida. Retornó en 2021. A Rusia y a un asesinato que todos sabían –y él el primero– seguro. Es difícil entender que un hombre afronte así, libremente, su marcha hacia el martirio.
Cuando en aquel 17 de enero 2021 supe la noticia de su retorno y su inmediata detención al aterrizar en el aeropuerto de Moscú, me vino a la memoria un pasaje tristísimo de las Antimemorias de André Malraux. El mismo que he vuelto a leer en la hora de su segundo asesinato. Cuenta el destino fatal de Nikolai Bujarin en la primavera de 1936, cuando locamente le comunica su decisión de abandonar un París seguro para retornar al Moscú en el que aguarda su suplicio. «Hace mucho, Bujarin, atravesando conmigo la plaza del Odéon…, me confiesa como en sueños: ‘Y ahora, él me matará’». Y Malraux anota, lacónico: «Así fue hecho».
Sí, ciertamente, el milagro era –es– estar vivo. A poco que se piense.