¿Hay alguien en Zarzuela, Majestad?
Debemos empatizar con el Rey y entender su difícil papel, pero no hasta el punto de aceptar que sea un cómplice involuntario de Sánchez en todo
No debe ser fácil ejercer de Rey en un Reino amenazado por su propio Gobierno, rehén voluntario de quienes necesitan cargarse la Monarquía para derribar el último obstáculo simbólico de sus planes de ruptura, en marcha y a velocidad de crucero con una amnistía que no reconcilia nada en Cataluña y destruye la convivencia en el resto de España.
Y no lo es porque, hagas lo que hagas más allá de esperar con paciencia y discreción, provocas desperfectos: si no haces nada, entre los feligreses propios.
Y si lo haces, entre los ajenos, deseosos de que incurra en algún desliz para justificar su ofensiva definitiva contra la Corona, en marcha desde que obligaron a abdicar a Juan Carlos I.
Si ése es el contexto, y lo es, parece obvio que Felipe VI ha optado por la segunda opción: ver, oír y callar, a la espera de que el tiempo se encargue de poner a cada uno en su sitio y él, su institución y los valores que encarnan lleguen vivos a ese instante de reinstauración del sentido común, hoy el menos común de los sentidos con el frentepopulismo vigente.
No parece una mala idea si a la táctica de supervivencia se le añade la evidencia de que sus atribuciones constitucionales son limitadas y que, por ejemplo, tiene escaso margen de maniobra para corregir, vetar o enmendar leyes aprobadas por el Parlamento, incluso en el caso de que sean tan claramente inconstitucionales, injustas y dañinas como la de la amnistía, una mera parte del vergonzoso impuesto revolucionario girado por Puigdemont y pagado por Sánchez.
El Rey, en fin, reina pero no gobierna, y pedirle que compense con su arrojo los estragos cometidos desde las instituciones y sirviéndose de sus normas para malversarlas con intenciones espurias, quizá sea demasiado: entre otras cosas porque la respuesta a un gesto del Jefe del Estado no sería la rectificación del afectado, sino la incorporación de Don Felipe al bando de los españoles apestados que Sánchez quiere confinar tras un muro, cada vez más alto y ofensivo.
Esperar del Rey que sea el freno del Gobierno, y de los corsarios que ondean con él la bandera pirata, no solo es un exceso: también es una invitación a que estimule un choque sin precedentes y, tal vez, una confrontación civil no tan distinta a la de los años 30 del siglo pasado.
Pensar que Don Felipe puede conseguir que Sánchez vuelva al consenso constitucional es tan temerario como pedirle que, pese a todo, se inmole en balde y a todos los problemas ya existentes le añada uno nuevo, sea el destierro propio como su bisabuelo Alfonso, sea otra guerra fratricida como la que partió a España en dos mitades, reconciliadas hasta el advenimiento de dos plagas con los nombres de Zapatero y de Sánchez.
Pero hasta aceptando que la única manera de conservar las manos es asumir que las tiene atadas, la autoridad moral e histórica que sustenta a la Monarquía sí le permite hacer gestos, buscando el equilibrio entre la habilidad personal, el respeto institucional y el liderazgo anímico de una España humillada a la que él no puede ser ajeno.
Quizá no pueda negarse a sancionar una ley tan bochornosa como la de la amnistía, como no pudo dejar de encargarle la investidura a Sánchez aun a sabiendas de que solo la lograría asumiendo un proyecto inconstitucional de ruptura territorial y división nacional.
Pero esperar que, al menos, no tolere que le use Sánchez para excluir a sus rivales de un acto institucional oficial del 11-M, tampoco es demasiado. Quizá al Rey haya que entenderle casi todo, pero a cambio él ha de encontrar la manera de decirle algo a todos esos millones de españoles que le miran y apenas ven sonrisas, forzadas o sentidas, con un dirigente político perverso, más cómodo en la compañía de Otegi que en la de Feijóo, capaz de utilizar el Palacio Real para celebrar un acto excluyente contra el terrorismo mientras les debe el puesto a los herederos de ETA.
Si no reciben ni un guiño ocasional, quizá haya quien se pregunte sobre la utilidad de una institución que no puede gobernar, bien es cierto, pero tampoco ser un cómplice involuntario y probablemente dolido de los planes más siniestros y sectarios vistos en España desde 1978.