Los Ceaucescu: autocracia y vanidad
Ahora que Begoña ha resuelto las necesidades financieras de sus clientes, socios y amigos, es momento de que, como hizo Nicolae con Elena, Pedro la ponga de vicepresidenta y dé aviso a las librerías
Nunca se debió aplicar el apodo «los Ceaucescu» a Pablo Iglesias e Irene Montero. El tiempo nos deparaba una pareja clavadita a la rumana. Iglesias y Montero poseían los títulos universitarios que aparecían en sus currícula, en tanto que Pedro tenía una etiqueta de Anís del Mono por doctorado y Begoña es un enigma del que solo sabemos algo cierto: no puede dirigir una cátedra quien no es doctor, y no puede ser doctor quien no es licenciado. Iglesias escribe sus libros, mientras Pedro tiene la única negra del mundo editorial de identidad notoria, pública y reconocida. El arreglo que tienen la negra y el rojo (no levantes el puñito si no quieres que te llamen rojo) es un marrón. Lo peor es que la pluma de la negra es bastante gris. Y el trato posiblemente ilegal: Pedro cobra derechos de autor sin serlo. Ya sabemos que es algo habitual en gobernantes que se retiran y no saben hacer el rabo de la o. Pero es que encima no se retira. Si el arreglo editorial es legal, les propongo, con mis mejores intenciones, un libro firmado por ambos (como excepción) de título El rojo y la negra. Aclárenle el guiño a Pedro los que le hacen los recortes de prensa.
El empeño en publicar libros y libros con tu firma cuando todo el mundo sabe la verdad, el afán por exhibir títulos y títulos cuando hasta el menos informado conoce su falsedad, es lo que convierte a Pedro y Begoña en los legítimos merecedores del apodo «los Ceaucescu». La única ligazón de los verdaderos Nicolae y Elena con los anteriores aludidos por el mote era el comunismo. Las supuestas semejanzas se limitaban a eso, pues del comunismo brotan vicios mil. Fue una forma de malgastar el paralelismo, dado que estaba por llegar lo que de verdad es un asombroso parecido, al atañer a algo no ligado a ideologías: el afán absoluto del poder absoluto más la absoluta vanidad de vivir siempre de puntillas, aparentando que, junto a tu condición de autócrata y de autócrata consorte, formas parte de la élite intelectual.
Sé muy bien de lo que hablo, lo vi con mis propios ojos en la Rumanía comunista. Corría el año 1987 cuando recorrí varias ciudades del país que nos da tantos magníficos pensadores y literatos: Mircea Eliade, Ioan Culianu, Emil Cioran, o el futuro Nobel de Literatura, Mircea Cartarescu. En Bucarest no había vida, no había nada. Un inmenso palacio presidencial sin estrenar. Unos grandes almacenes con empleados y sin productos. Y sobre todo: una librería descomunal en cuyo amplio escaparate solo aparecían libros de Nicolae y Elena Ceaucescu. Los de ella eran tantos, firmaba colecciones tan voluminosas sobre asuntos científicos tan especializados y dispares que la farsa invitaba a la carcajada. Ahora que Begoña ha resuelto las necesidades financieras de sus clientes, socios y amigos, es momento de que, como hizo Nicolae con Elena, Pedro la ponga de vicepresidenta y dé aviso a las librerías.