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Derechos humanos universales sí, pero no tanto

¿Sabían que en Inglaterra está permitido acabar con la vida de un niño con Síndrome de Down hasta el último día de gestación?

Actualizada 01:30

Ahora que andamos a vueltas con las próximas elecciones en País Vasco y Cataluña recuerdo cómo hace apenas unos años se usaba a cascoporro la palabra «ilusión» con relación a escoger papeleta y proyecto político. ¿Ilusión al votar? No me fío ni de mí misma, lo voy a hacer de un partido. A esto se le añade el repateo que me produce la configuración de la ley electoral. Desde que llegó Sánchez lo pagamos hasta el paroxismo, con una cantidad desproporcionada de votos de vascos y catalanes condicionando el futuro de toda una nación. Pero no se hagan los sorprendidos, casi siempre ha sido así.

Por este motivo, el único momento de ir a votar que no me produce demasiado fastidio son las elecciones europeas: circunscripción única en toda España. Un ciudadano, un voto. Nada de monsergas sobre el voto útil, sobre papeletas «tiradas a la basura» por no elegir el mal menor de siempre. «Vano consuelo», piensan muchos cuando comento esto. Lo del Parlamento Europeo queda como algo lejano, de lo que desconocemos prácticamente todo. Suena a burocracia, opacidad, ecos remotos de los que ignoramos hasta qué punto influyen en nuestro día a día. Durante mucho tiempo se ha interpretado como una tabla de salvación, ¡menos mal que está la Merkel! Arrastramos aún esta inercia: a Sánchez sólo lo detendrá la Unión Europea, se consuelan algunos. Vista así, parece España un patio de colegio, con los matones campando a sus anchas y los demás sin mover un dedo por defenderse. Entre susurros se animan unos a otros al recordar que los profesores y la directora del colegio tienen la última palabra.

Y de nuevo la cara de incredulidad, ante decisiones europeas relativas al sector primario y a la producción de energía: los profesores obligan a sus alumnos a pegarse un tiro en el pie, un disparo con regusto a penitencia merecida, el sentimiento de culpabilidad llevado al extremo. Esta semana el Parlamento Europeo planteó una situación gravísima y que, sin embargo, entiendo que gran parte de ciudadanos europeos sí habrá aprobado con regocijo: el viernes se votó a favor de incluir el aborto como uno de los derechos fundamentales de la UE. El asesinato del más débil y del más inocente.

Este hecho contrasta notablemente con dos acontecimientos recientes: la publicación del documento Dignitas infinita (publicada por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe) y la celebración del 75 aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ambos textos parten de un mismo punto: la afirmación de la dignidad de todo ser humano, por el mero hecho de serlo. Ahí acaban todos los parecidos esenciales. Desde el Vaticano se nos puede hablar de dignidad infinita porque creemos en un Dios infinito que nos otorga dicha dignidad. Un Dios que sólo hasta hace 2.000 años dejó claro que el mensaje salvífico era universal. Esto último se nos antoja algo completamente natural e intuitivo, pero la historia humana nos cuenta que es más bien una excepción, una anomalía, si quieren. Por eso no es de extrañar que desde el ámbito civil se empiece a cercenar este concepto de dignidad inalienable, no condicionada a ningún tipo de circunstancia personal. Despacito, pero sin pausa, vamos incluyendo excepciones. El aborto y la eutanasia son un claro ejemplo de esta degradación –putrefacción diría– del concepto de dignidad.

Es natural y lógico que así sea: cuando se redactó la Declaración Universal de Derechos Humanos –cuenta Maritain– todos los que debían escribirla estaban de acuerdo en la necesidad de sacar adelante este documento. En lo que había un desacuerdo total era en explicar por qué cada persona era depositaria de ciertos derechos inalienables. Los católicos afirmamos que es porque somos hijos de Dios. Ahora piensen en qué dirían si no tuvieran el comodín Deus ex machina. A todo lo que se les pueda ocurrir se le pueden sacar matices y excepciones lógicamente impecables, pues todo depende del punto de vista del que se parte. Y, desde ahí, comienza la pendiente resbaladiza de la que apenas nos percatamos. ¿O acaso sabían que en Inglaterra está permitido acabar con la vida de un niño con Síndrome de Down hasta el último día de gestación?

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