Los budas asesinados
El creyente disparó piadosamente contra los continuadores de una memoria abominable. ¡Alá Akbar!
No basta con matar a los viejos dioses; es preciso matar del todo su recuerdo. Eso es la barbarie: decretar que lo que fue no fue nunca. Y aniquilar a aquel que aún ose recordarlo.
En 2001, los Budas de Bamiyán fueron juzgados ídolos viejos. Lo eran: viejos de más de mil quinientos años. Viejos que, pese a mutilaciones menores, preservaban casi intacto el esplendor de lo que fue en su día sabio culto del sosiego y la belleza. Las figuras, talladas en la piedra de los acantilados, de esos dos colosos imponían la serenidad de lo que no está sometido al avatar del tiempo, aquello en lo cual mora la eternidad que, en sus eremíticas grutas, era afán único de los monjes que los esculpieron.
No era algo perdonable, para los bárbaros que juzgan estar honrando a su dios sólo cuando destruyen lo bello ajeno. Esa belleza no hablaba su misma lengua. No había sido creada a la medida de sus ofuscados ojos. Alá era ofendido por la arrogancia de aquellas majestuosas representaciones en las que un buen musulmán no podía ver más que exaltación de deidades maléficas. Y, como es del todo lógico, los talibanes afganos, esos teólogos de la desdicha y la muerte, dictaron orden irrevocable de reducirlos a polvo.
Cargas de dinamita y disparos de carro blindado hicieron, de lo que fue milagro de meditación mística y sosiego metafísico, escombro, sucio escombro. Allá donde, durante un milenio y medio, se alzó la pétrea constancia de que pueden los humanos sacrificar a la belleza todo su talento, su esfuerzo, su tiempo, que es, al cabo, lo único que de verdad posee un hombre; allá donde el espíritu dejó su traza intemporal sobre una materia hosca y un paisaje inhóspito; allá también la barbarie acabó por imponer su soberanía. ¿Llamabais arte a eso? ¿Tal vez, incluso, lo llamabais espiritualidad, ascética, entrega a la meditación más alta? ¿Pensabais, de verdad, que iba a sobrevivir a los siervos del solo Dios? ¿Que íbamos a perdonar una blasfemia que canta a dioses paganos en el territorio que nada más que a Alá pertenece y en el que nada más que a Alá puede ser alzado homenaje?
Quedaron las enormes oquedades, las colosales hornacinas, talladas en la piedra, que abrigaron a los Budas. Vacías. Pero el lugar seguía siendo visitado por extrañas gentes, conmovidas ante el espacio desierto que antes ocuparon los ídolos. Las perversas deidades habían sido destruidas, pero perversos viajeros seguían, en su locura, llegando hasta aquel remoto paraje para rememorarlas. Y ese recuerdo de los locos paganos extranjeros era un sacrilegio aún mayor que el que los ídolos mismos exhibían cuando erigieron su vana soberbia.
El creyente tomó su kalashnikov. Aguardó la llegada de esa nueva especie de incrédulos kafires que son los degenerados turistas: esa gente que rinde culto igual a la belleza de una Afrodita griega en el Louvre que a unos Budas en medio de la nada del piadoso Afganistán. Gentes que no merecen vivir. El creyente armó el cerrojo de su subfusil. Toda estatua es un ídolo, todo ídolo rinde culto a falsos dioses revestidos de bella imagen, a dioses cuyo recuerdo debe ser borrado en todo y en todos. El creyente disparó piadosamente contra los continuadores de una memoria abominable. ¡Alá Akbar!