La checa de Sánchez
Todo entendimiento con un tirano sin complejos es ya inviable y todos deben tomar nota y actuar en consecuencia
El listado de delincuentes amnistiados, auxiliados, ascendidos o indultados por Pedro Sánchez es ya el típico de quien se ve el siguiente en esa fila y necesita haber creado un amplio precedente de impunidad para concederse impunidad a sí mismo.
En España pueden meterte en la cárcel por defender tu casa de un asaltante nocturno, armado con motosierra; pedirte 30 años de prisión, como a Ana Duato e Imanol Arias, por pagarle menos a Hacienda de lo que Hacienda cree abusivamente; ponerte en una lista de morosos como a un vulgar defraudador tras haber perdido tu negocio, tu casa y tu vida por salvar tu humilde empresa; o perder tu empleo por no hablar, pensar y votar en ese dialecto ideológico inclusivo, sostenible, circular y transformador que impone el orwelliano universo mental de esta izquierda extrema, censora y castrante.
Pero, sin embargo, quedarás limpio de polvo y paja si has dado un golpe de Estado en Cataluña; si has agredido sexualmente a alguien o le has okupado tu piso; si eres el capo de una mafia marroquí; si participaste en los ERE andaluces; si perteneciste a ETA o si, por cualquier razón, le vienes bien a Sánchez o lo necesitan los socios que hacen presidente a Sánchez, más duro con Juan Carlos I que con Txapote, a modo de resumen.
Una democracia desaparece cuando se sustituye la seguridad jurídica por una justicia improvisada y a la carta; cuando se apuesta por los extremos y se destruyen los consensos y cuando uno de los poderes invade al resto para implantar un monocultivo político, sectario y cruel con la disidencia, la alternativa y el contrapeso.
Todo eso lo ha hecho ya Sánchez, que va a asaltar la Justicia justo en el momento en que su esposa, su hermano y su partido están en los juzgados y que, a la vez, ha convertido al Tribunal Constitucional y a la Fiscalía General del Estado en un despacho de abogados del PSOE, pero con altas atribuciones, para legalizar el abuso o anularlo a conveniencia de este ensayo de dictador.
Enmendar la condena de Magdalena Álvarez, partícipe imprescindible en el peor caso de corrupción de la historia, el mismo día en que el fiscal general hacía genuflexiones públicas a Begoña Gómez en el aniversario del Rey, es la declaración de intenciones final de un político poseído por el espíritu de Largo Caballero, dispuesto a invertir los pilares sagrados de una democracia para salvar su trasero: en lugar de dar explicaciones al Parlamento, a los jueces y a la opinión pública; se las exige él a todos e impone a todos ellos una condena preventiva, preludio de una legislación predemocrática que convierta en ley sus deseos y en reos a quienes disientan.
Pero es también una prueba del delito: cada decisión que adopta Sánchez para salvar a un delincuente, es una especie de confesión de que todos los excesos perpetrados en su entorno son ciertos y solo pueden esconderse si se prohíbe la posibilidad de darles el castigo que merecen.
Y es, por ello, una invitación a asumir que todo pacto, acuerdo o diálogo con este liberticida enfurecido solo sirve para debilitar la respuesta y acelerar su proyecto autoritario. Sánchez, como el fürher descrito por Joachim Fest en «El hundimiento», está dispuesto a matar a su país para intentar salvarse él o, en el peor de los casos, morir los dos y dejar un erial a sus espaldas.
No se trata ya de no acordar la renovación del Poder Judicial, el último muro junto al Supremo y la Corona de la democracia, sino de tomarse en serio de una puñetera vez denunciar a este peligro público en los juzgados, las instituciones y las calles; por tierra, mar y aire, allá donde haga falta y las veces que haga falta, antes de que sea tarde y España se convierta en una inmensa checa.