Que dure el bloqueo del Poder Judicial
¿Cómo se va a pactar nada judicial con Sánchez cuando solo quiere en la Justicia a mercenarios obedientes?
Vi el domingo a medianoche al fiscal general del Estado en la estación de Chamartín, volviendo de Galicia, donde al parecer ya dejó huella de su legendaria combinación de inepcia y sectarismo, dos virtudes para Sánchez si reman a su favor en formato lacayo.
El hombre venía con esa cara que pones cuando te despiertas de una siesta inesperada de hora y media y no sabes si estás en tu casa, en una celda o en un resort en Benidorm y si es de día o de noche, verano o invierno, hemisferio norte o sur: llevaba un bolso grande de cuero claro, como de dromedario con pedigrí, una sonrisa de Erasmus y un andar paquidérmico que disimulaba a la perfección su condición de institución del Estado.
Nada que objetar. En la EGB ya aprendimos que el hábito no hace al monje, y que la pinta de oveja descarriada puede esconder a un lobo, como es el caso.
Porque Álvaro García Ortiz, al que le falta un guion o una preposición para tener nombre de árbitro malo y perder el de bandolero de Sierra Morena, se ha convertido en pocos meses en la vara de medir del Régimen en vigor, al que solo le falta una nueva Constitución para ser Gilead, la República opresora imaginaria de «El Cuento de la criada» donde una nueva confesión, con nuevos dioses y viejos profetas, extiende su manto en lo que un día fueron los Estados Unidos.
Que un fiscal general pisotee el primer mandato de su gremio, que es proteger las comunicaciones privadas con un justiciable, ya es obsceno: es como un cura saltándose el secreto de confesión, un periodista revelando sus fuentes o un médico defecándose en su juramento hipocrático.
Pero que además, una vez perpetrado el abuso, presuma de él y anticipe su negativa a aceptar las consecuencias de un probable procesamiento en el Tribunal Supremo, lo convierte en el sicario perfecto para un jefe como Sánchez: ése que ejecuta las órdenes sin preguntar, como si en vez de trabajar para un Gobierno, y no digamos un país, lo hiciera para un cártel o una filial de la mafia siciliana.
Hubo un tiempo en España en el que todo el mundo aceptaba que el ancho terreno de las filias y las fobias, o de la adscripción remunerada a un proyecto, no incluía la barra libre: se podía ser del PSOE o del PP, pero eso no le facultaba a un servidor público a rebasar la frontera del decoro y, no digamos, de las leyes en vigor.
Eso ha desaparecido con Sánchez, que ha formado un ejército de mercenarios sin alma dispuestos a disparar a cualquier objetivo a cambio de un pago razonable en vanidad, posición y dinero.
García Ortiz es fiscal general por las mismas razones que Tezanos dirige el CIS, Murtra Indra, Serrano Correos o Silvia Intxaurrondo hace masajes con final feliz en TVE: no hacen preguntas y protegen los deseos del señorito, sin cuestionarse su naturaleza e intenciones. Sea amnistiar a Puigdemont, proteger a Begoña Gómez o quitarle la condena a Magdalena Álvarez.
Quienes creen que el bloqueo del Poder Judicial es un drama para España, del que se habla en el Metro y en las colas de la pescadería como decía Pilar Llop sin desovarse, no han entendido la necesidad de mantenerlo hasta que Sánchez acabe donde merece, que es en las páginas de sucesos y en un banquillo sin almohadillar.
Porque García Ortiz, como Conde Pumpido, Dolores Delgado, Juan Carlos Campo y toda la mamporrería judicial y mediática de Sánchez no están para impartir justicia, sino para legalizar el abuso y condenar a quien humildemente trate de evitarlo.
Son cuatreros con chapa de sheriff al servicio de un forajido que intenta aplicar la fórmula eterna de todos los tiranos: legalizar el atraco, por obsceno que sea, como lleva ocurriendo desde la noche de los tiempos en Caracas, La Habana, Teherán y todas esas democracias modernas que cualquier día ponen un busto de Pedro Sánchez en sus plazas principales.