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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sánchez se disfraza de bisonte e invade el Capitolio

Cuando todos los excesos fracasen, ahí estará el Constitucional para hacer el trabajo sucio reclamado por el patrón

Actualizada 01:30

El Tribunal Constitucional es a la Justicia lo que el CIS a la demoscopia: un burdo órgano al servicio de Sánchez, compuesto por Tezanos con toga dispuesto a ejecutar las órdenes que le comunique su patrón, sin hacer preguntas, sin rechistar, sin poner ninguna pega.

Capitaneado por Conde Pumpido, un jurista apreciable que antepone su ideología a sus conocimientos y ya manchó su toga con el polvo del camino de Zapatero para entenderse con ETA, es un compendio de militantes del PSOE disfrazados de letrado, para recubrir de legalidad los atracos a la Constitución perpetrados por su padrino.

No es una opinión, es un hecho: desde que se remozara el Constitucional, con la absurda complicidad de un Pablo Casado ingenuo en el mejor de los casos, todas sus decisiones han estado marcadas por dos circunstancias: la rapidez, impropia de un órgano que comenzaba antes sus cavilaciones en tiempos de la peseta y las terminaba con el euro vigente; y la fidelidad a las necesidades del Gobierno.

Y todo ello con un descaro estético presente ya de antemano en las biografías de los elegidos para hacer el trabajo sucio: exministros de Sánchez; asesores de La Moncloa; premiados por Griñán o promovidos por el PSOE andaluz y clones de Baltasar Garzón, una de las manos que mece la cuna de la justicia sanchista en vigor.

Dudar del Tribunal Constitucional es ya una obligación constitucional, como hacerlo de RTVE es un homenaje a la deontología de quienes nos dedicamos al noble oficio de informar y opinar con un respecto reverencial a los hechos, siempre de mayor jerarquía que los intereses y los prejuicios.

Porque el TC se ha dedicado a anular las condenas de los ERE, a tolerar el aborto en menores de edad sin el conocimiento de sus padres, a allanar el camino para una Ley de Amnistía ilegal e inmoral e, incluso, a transformarse en un tribunal de casación y tercera instancia para imponerse y superar al Tribunal Supremo, lo que en sí mismo es un acto de insurgencia golpista no muy distinto a abordar el Congreso con guardias civiles o el Capitolio vestido de bisonte.

Que el Gobierno se haga el ofendido por poner en entredicho la solvencia, imparcialidad y decencia de un Tribunal copado de perfiles idénticos a los que ocupan ya la dirección de cuarenta instituciones, organismos y empresas públicas, es similar a la Laporta haciéndose la víctima por reprobar la contratación durante años de Negreira, jefe de los árbitros en nómina del FC Barcelona.

Nadie se ha molestado nunca por los sistemáticos ataques, insultos, coacciones e incluso acosos domiciliarios a Marchena, Llarena, García Castellón, Peinado o Aguirre. E, incluso, el propio presidente del Gobierno se ha mimetizado con Puigdemont en su teoría chavista del «lawfare», completando la promoción de jueces de estricta observancia sanchista con la demolición de quienes, simplemente, hacen honor a su mandato constitucional y su decencia personal.

Nada hay mejor para camuflar un crimen que perpetrarlo a plena luz del día, dejar el cadáver expuesto al sol y personarse a ayudar en primera fila, con afectación artificial por el finado y pose de plañidera. Sánchez ha actualizado el principio de transposición, consistente en cargar en el adversario los errores y excesos propios para tapar un abuso y rodearlo, a continuación, de una mentira mayúscula con capacidad de distracción.

Pero no hay que engañarse ni ceder un milímetro: el Constitucional es lo que parece, un Tribunal Frentepopulista elegido, preparado y destinado a legalizar un golpe a la democracia, o indultar a Begoña Gómez si llega el caso, y darle luego una apariencia de legalidad simplemente intolerable. Pumpido y sus aprendices de Lynch no han aterrizado allí para hacer justicia, sino para cargársela entre lágrimas de cocodrilo.

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