Debe haber mucha pasta en Madrid…
Los impresionantes estacazos que te pueden caer en algunos cenadores a poco que te despistes
Uno de los subgéneros de alto riesgo cuando te internas en el campo minado de un restaurante o taberna es el del muy afable camarero, o maître, que te canta verbalmente su género. Con una jovialidad untuosa te va presionado para que pidas determinados platos y vinos, pero sin referir jamás los precios, como si todo el mundo estuviese forrado de pasta.
Existen una serie de expresiones que un comensal avezado debe saber interpretar como señales de alerta que anticipan un facazo épico. Si el camarero emplea diminutivos, mejor salir corriendo si todavía estás a tiempo: «Tengo muy fresquita la gambita de Huelva», «si les parece les puedo ir sacando un jamoncito», «yo no dejaría de probar nuestras cocochitas»… Alarma, llegará una minuta de palidecer (que encajarás pagando con una sonrisa de «estoy encantado»… y bramando en arameo en tu fuero interno por haber hecho el pánfilo metiéndote allí).
En Madrid también debe activarse la señal de peligro ante el uso enfático de «el caballero» y «la señora» por parte del mesonero. Si el local va de bohemio-chic, el cargante «caballero» por aquí y por allá será sustituido por el ridículo colegueo de llamarnos «chicos» a los que ya estamos con un pinrel más cerca de la tumba que de la cuna. Por último, cuerpo a tierra cuando aparezcan los términos «de mercado», «de la ría», «fusión» y «maridaje», o la innecesaria jerga pedante en inglés.
Una conocida mía se dio un homenaje con su marido en un estupendo restaurante con michelines en Galicia. El sumiller era un turras que cada dos frases recordaba que había trabajado en Londres para el afamado chef inglés Gordon Ramsay (aunque ya saben que las palabras inglés y alta gastronomía constituyen un estruendoso oxímoron). «Como me decía Gordon…», iba soltando para darse pote aquel sabio de los vinos, que probablemente vería al televisivo Gordon dos veces en su vida. Llegadas sus recomendaciones con la carta vinícola, les intentó endilgar un blanco de 100 pavos. Hacer eso supone tomar a los comensales por plutócratas sin conocerlos de nada. Pasaron un apurillo para pedir «uno más normalito» (que resultó ser una botella de 50 euros). Como el sitio estrellado michelín era de ínfulas modernas, los apalancaron en un banco corrido con otras parejas (algo que siempre me ha parecido chotearse del cliente, que paga como si estuviese en el Ritz para sentarse como en un koljós colectivista). Comieron opíparamente. Solo faltaba, pues cuando llegó el estacazo se fueron a los 250 euracos.
Un viernes salí tarde del trabajo y en vez de cenar en casa decidimos «picar algo» en una flamante vinoteca que nos han abierto a la vuelta de la esquina, aquí en Madrid. Nos sentamos en la terraza, en una mesita muy mona, con vasija con flor incluida. Se estaba estupendamente. Vino el camarero, experto en vinos y encantador, de esmerada sonrisa, con cuidada barbita de pelu hípster y suave acento hispanoamericano. Mi mujer tomó un blanco godello –explicado por el experto–, y yo, ya metidos en la galleguidad, me incliné por un mencía de Valdeorras (también explicado por el experto). Por «picar algo», y como ya era tarde, pedimos dos tonterías, una de ensaladilla y una tosta pequeña de sardinas. Cuando llegó la nota, o impuesto revolucionario, allí ponía 54 euros. Por mi copa mencía, de cuyo precio jamás se había hablado, me aplicaron un rejón de castigo de 12 euros. Es menos probable que me vuelvan a ver por allí que una victoria electoral de Sumar. Pero el local estaba abarrotado, con gente incluso esperando en la barra. «Mucha pasta debe haber en Madrid…», me quedé pensando.
Algunas veces salir a cenar empieza ya a darte cargo de conciencia, por los precios disparatados y por el esnobismo creciente. Te viene a la cabeza aquella frase caritativa que salmodiaban nuestras madres y abuelas: «Ay, con tanta necesidad como hay en el mundo…». Cafés con leche en vaso de cartón a tres euros (aunque eso sí, te pintan una flor con la leche… que se borra al poner la tapa), y vinos ¡a doce euros! ¿Diagnóstico? Estamos tontos. O mejor dicho: tontos, tontas y tontes.