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08 de septiembre de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Homo Vociferans

Actualizada 01:30

Johan Huizinga me llama a ser benévolo, desde su balda en la biblioteca: no, no debo incomodarme porque los alaridos de los devotos de la religión futbolística alteren mi, sin duda, demasiado tempranero sueño. «En los límites del terreno de juego reina un orden específico y absoluto. Y ahí tenemos un nuevo rasgo, aún más positivo, del juego. Crea orden, es orden. Realiza la perfección en la imperfección del mundo y la confusión de la vida, una perfección temporal y limitada… El juego exige un orden absoluto» (Homo ludens, 1938). Sea, pues. Los alaridos son liturgia central de ese que es el orden de una sacralidad desplazada.

No frecuento las grandes aglomeraciones. Y, de los espectáculos de masas que mueven los mayores consensos de este mundo nuestro, sólo los conciertos de rock and roll han jugado algún papel en mi biografía: a estas alturas, ya no tanto. Para otras formas de música, prefiero con diferencia la soledad del tocadiscos en mi biblioteca, a los majestuosos auditorios que deleitan a diletantes emperifollados. En los aplausos de esos espacios públicos, siempre me vuelve a la memoria mi primera visita infantil, en el zoológico, a la jaula de los monos. Bueno, no hay que tomárselo a mal, es lo que somos. Hablantes: sea eso ventaja o inconveniente. Pero monos.

Sé, sin embargo, que el espectáculo es parte principal del mundo imaginario humano. Y que, sin él, la vida se hace un poco más insoportable. Pascal diseccionó, en el siglo XVII, eso con una pulcritud que no admite mejora. Para el animal mortal y consciente del correr homicida del tiempo, sólo hay dos vías de supervivencia: el silencio de la Trapa o el vértigo de la diversión. Lo demás no es sino un cúmulo de trivialidades. Y, nadie se engañe, el tumulto y el griterío poseen un papel predominante en la diversión, a la hora de exorcizar la imprevisibilidad y el riesgo, que definen la eficacia del arrebato medido que el juego busca.

Como deporte, juego o espectáculo, el fútbol no me mueve a diversión o interés alguno. Del mismo modo en que supongo yo que el Vertigo de Royer, que a mí me divierte tanto, no atraerá el interés de demasiada gente. Y, por saber ambas cosas, una superstición en mí arraigada me lleva a respetar escrupulosamente a los fieles de las dos liturgias. No ocultaré que, incluso, me levanta una gran ternura, cuando paseo, ver a los futboleros, al otro lado de las vitrinas de las cafeterías madrileñas, entrar en éxtasis y botar como auténticos atletas olímpicos ante las enormes pantallas en colores que transmiten las hazañas de sus héroes. Está muy bien. Si no hay pasión, no hay juego, decía Pascal. Y entonces uno correría el riesgo de apasionarse por cosas demasiado serias y que acaban casi siempre fatal. A fin de cuentas, entre el barullo de un partido de fútbol y el barullo de un partido político, me quedo, sin dudarlo un instante, con el primero: es menos peligroso y sale más barato.

Lo malo, lo verdaderamente horroroso, es cuando ambos –fútbol y política– se amalgaman. Un político que hace de un entretenimiento juvenil –fútbol u otro– materia de Estado, es un insensato que juega con serpientes. Y ahí, lo divertido acaba. Y acaba, con él, el «orden absoluto» del juego que exaltaba Johan Huizinga.

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