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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Hiperión, huérfano

En la historia de la literatura española, aquella generosísima aventura de una editorial volcada hacia un mercado tan restringido como el de la poesía, queda sellada por dos nombres: el de Jesús Munárriz que la concibió y el de Maite Merodio que dedicó a hacer viable aquel sueño

Actualizada 01:30

Aquellos de mi edad que hayan amado los libros –y, más aún, los que hayan amado la poesía– recuerdan, estoy seguro, como la recuerdo yo, la emoción del año 1976: «Hiperión o el eremita en Grecia». Jesús Munárriz había aventurado todo su doble saber de germanista y de poeta en la traducción del más grande de los poetas de la edad moderna, puede también que el más difícilmente traducible: Friedrich Hölderlin. Inauguraba, con ese volumen, una colección que tomaba del libro nombre y envite. Y nacía una editorial, Hiperión, bajo el auspicio de dar al lector español la totalidad de la obra de la criatura milagrosa que, junto a Hegel y Schelling, puso, en la Jena de 1795 y siendo apenas un chaval, los primeros fundamentos del movimiento literario y estético más influyente de la Europa del siglo XIX: el romanticismo. Vendrían luego las ediciones bilingües de las «Grandes elegías», en traducción de Talens, y de los «Poemas de la locura» que tradujeron Santoro y Álvarez, y los «Ensayos», rigurosamente vertidos al español por Marzoa, y el «Empédocles» por Villasante, y el «Fragmento Thalia» recuperado por Ferrer, y la «Correspondencia completa» a cargo de Cortés y Leite… Sólo ese patrimonio hölderliniano justificaría sobradamente la existencia de una editorial mayor. Pero hubo más, mucho más. Hubo el único foco de agitación poética que ha conocido la España contemporánea: a través de una revista primero; poco después, de una preciosa librería bajo la advocación de la misma deidad literaria.

En la historia de la literatura española, aquella generosísima aventura de una editorial volcada hacia un mercado tan restringido como el de la poesía, queda sellada por dos nombres: el de Jesús Munárriz que la concibió y el de Maite Merodio que dedicó a hacer viable aquel sueño cada minuto de su vida. Anteayer me llegó la noticia de que Mayte Merodio había muerto.

No sé si los más jóvenes pueden siquiera imaginar la dimensión de aquella apuesta, en la que ambos invirtieron hasta el último céntimo de su patrimonio y hasta el último segundo de su energía y de su saber. En 1976, las editoriales volcadas en la poesía eran pocas y de difusión casi clandestina. Hiperión otorgó a la poesía lo que la poesía exige: rigor y belleza. Sus ediciones –en un alto porcentaje bilingües– pasaban por un filtro de calidad estilística y tipográfica inédito en España. De ese mimo, resultaban libros dignos de la devoción bibliófila que profesaban sus editores. Aquellas primeras ediciones en pliego sin cortar, papel marfil maravillosamente grueso y portadas tan elegantes como sobrias, perseveran como el canon de lo que un editor de poesía debe dar a sus fieles: belleza.

Un anochecer del invierno, creo, de 1978, sonó el teléfono de mi casa de entonces en Argüelles. «No me conoces. Soy Jesús Munárriz. De Hiperión». Yo tenía por entonces 28 años. Que me telefonease el editor cuyas obras estaban entre los objetos más preciados de mi entonces escuálida biblioteca, me dejó, lo confieso, estupefacto. Supongo que para relajar la cosa, Munárriz me explicó que Maite, su mujer, había sido alumna mía unos años antes. Yo seguía boquiabierto. Es cierto que le había enviado, meses atrás, un original mío. Pero confieso que sin ninguna esperanza: yo era un perfecto desconocido que se dedicaba a la filosofía, Hiperión el canon de la edición poética. No aspiraba a mucho más que a ser leído cortésmente. Y quizás a una nota amistosa de respuesta. La voz cálida de Munárriz seguía: «Hemos pensado Maite y yo en editarlo… Si no tienes una oferta mejor». ¡Una oferta mejor! No, no existía aquello. «Si os interesa, el libro es vuestro. Por supuesto que en las condiciones que queráis. Por nada renunciaría a figurar en el catálogo de Hiperión».

Fue el inicio. De una amistad, aún más que de la colaboración editorial de la cual salieron algunos de los libros que juzgo hoy más definitorios de mi obra y de mi vida: aquel primer «De la añoranza del poder o consolación de la filosofía», sobre cuyas preguntas he ido volviendo a lo largo de todo mi trabajo filosófico hasta hoy, porque hoy sé que son preguntas sin respuesta; o la «Sinagoga Vacía», tocho erudito de casi seiscientas páginas, cuyo coste, en aquel 1987, ningún otro se hubiera atrevido a asumir y que, contra cualquier previsión, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo y fue traducido al francés y al inglés. Y la edición bilingüe del fascinante testamento de un judío español suicidado en Ámsterdam en 1640, Uriel da Costa. También para Maite y Jesús emprendí la aventura –que sólo alguien muy joven podía osar– de dar una versión española –en edición bilingüe, por supuesto– del laberíntico libro-poema testamentario de Louis Aragon: «Habitaciones».

En 1992, y estando yo en París, recibí unas galeradas que no aguardaba. Unos meses antes, y a modo de juego entre amigos, había enviado a Jesús y Maite las escasas treinta páginas de poemas que llevaban el cómplice título de «R&R». Sin aviso previo, decidieron publicarlas en una exquisita edición no venal, que es, sin duda, la más bella de cuantas ediciones haya tenido un texto mío. La amistad es eso: lo que no necesita ser justificado. Pocas veces en mi vida he recibido un regalo tan extraordinario.

Hiperión se había convertido ya, en aquellos años, en el lugar obligado de la poesía española. Por su premio anual pasaron los mejores nombres de los cuatro últimos decenios. Su librería, en la calle Olózaga madrileña, era el pequeño paraíso en donde hallar lo inhallable. Y, cada año, en la caseta de Hiperión, yo volvía a ver a Maite Merodio, con su eterno cigarrillo, con la eterna sonrisa hacia sus libros. Porque Jesús y Maite amaron a los libros. Por encima de todo.

Y anteayer, de pronto, aquí mismo, en «El Debate», vi inesperadamente su foto: Maite Merodio había muerto. Y con ella, el tiempo más gozoso de la edición poética en España. Repaso aquellos bellos volúmenes, cargados de anotaciones, en mi biblioteca. Sé que en esas anotaciones sobre el margen de nuestros libros es en donde va quedando lo mejor de nuestras vidas. Y que en esas anotaciones está el eco, nunca perdido, de todos los amigos que se fueron.

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