Ante el naufragio de la Fiscalía
El escalón concreto de la fiscalía que filtró una información confidencial sólo pudo hacerlo bajo instrucciones de su superior máximo. Que tal disparate sólo puede haberlo cometido un jurista por indicación de aquel que, sin ser jurista, se juzga con autoridad para dictarle órdenes es una amarga evidencia
Cuesta percibir del todo la enormidad de lo que sucedió anteayer: el Magistrado Francisco José Goyena, instructor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, elevó al Supremo la apertura de investigación contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, como «responsable último» de una revelación de secretos sobre cuya gravedad se asentó la denuncia el Colegio de la Abogacía madrileña: «pues, aparte de exceder en su contenido a lo que aparece divulgado en la prensa, supone la divulgación de datos e información que no puede ser revelada a terceros, al perjudicar a un tercero e incluso a un interés colectivo, si atendemos al derecho de defensa, no sólo del particular, sino también en general».
No hay precedente, en efecto, para la imputación judicial de un fiscal general del Estado. No lo hay en España, ni creo que existen demasiados en el ámbito de la Unión Europea. Porque la Fiscalía General es un vértice crítico del poder judicial. Y, en España, su delicada condición de charnela entre los poderes judicial y político, exige una esmerada delicadeza, para evitar la barbarie de que un primer ministro afirme, como lo hizo Sánchez, asumir entre sus funciones la de «mandar» sobre los fiscales.
¿Cuál es el estatuto del Ministerio Fiscal? El artículo 124 de la Constitución de 1978 lo establece con claridad. En sus dos vertientes:
a) En sus funciones: «El Ministerio Fiscal, sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos, tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante estos la satisfacción del interés social».
b) En la delicada precariedad de su equilibrio: «El fiscal general del Estado será nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial». Y, a diferencia de lo que ocurre con los jueces, cuya actuación es soberana en cada caso, «el Ministerio Fiscal ejerce sus funciones por medio de órganos propios conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad».
De b) se sigue un par de conclusiones. b1) Dado que el Rey carece de poder ejecutivo en una monarquía parlamentaria y que al «Consejo General del Poder Judicial» sólo se le concede la gracia cortés de «ser oído», todo el poder de elegir a un fiscal general queda en manos del Gobierno, esto es, de su presidente. Y dado que b2) dicta la «dependencia jerárquica» piramidal de la Fiscalía en su conjunto: toda decisión de todo fiscal concreto queda sometida al único criterio del vértice jerárquico: el fiscal general del Estado.
De la articulación entre b2) y b1), es fácil deducir cuál es la capacidad de distorsión del presidente del Gobierno sobre el fiscal general, al cual él ha nombrado. Y, a través de él, sobre todas las actuaciones posibles de los fiscales. «Y quién manda en los fiscales? Pues eso…»
Al elevar al Supremo la propuesta de imputación contra un fiscal general que ha reconocido explícitamente los hechos por los cuales esa imputación se tramita, el magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Madrid pone ante nuestros ojos lo que sólo un niño no demasiado avispado fingiría no ver: el escalón concreto de la fiscalía que filtró una información confidencial sólo pudo hacerlo bajo instrucciones de su superior máximo. Que tal disparate sólo puede haberlo cometido un jurista por indicación de aquel que, sin ser jurista, se juzga con autoridad para dictarle órdenes, es una amarga evidencia. De haber sucedido tal como la propuesta de imputación plantea, el escándalo de la Fiscalía alcanzaría dimensiones mayúsculas. Estaría proclamando que España ha dejado de ser un Estado con garantías jurídicas. Lo que es lo mismo: que los ciudadanos hemos dejado de ser ciudadanos. Para quedar en súbditos. Menos que nada.