Ahora o nunca
La democracia española lleva décadas deteriorándose, sí, pero lo de ahora no se había visto. Lo de ahora es un cáncer, y la único esperanza de salvar el sistema está en una rápida extirpación del Gobierno que está dando este autogolpe de libro
Resulta muy difícil debatir en el ágora entre tanto dimisionario de los valores antes compartidos y de las mínimas reglas de convivencia. A casi media España le sobran la independencia judicial y la división de poderes, imprescindibles en el juego democrático. Los unos aplauden y los otros se encogen de hombros cuando el Ejecutivo impide al Judicial hacer su trabajo en paz, cuando el Gobierno lanza periódicas campañas de presión ad hominem contra cada concreto juez cuyas resoluciones puedan molestar a sus planes. En una democracia genuina, todos los poderes públicos están sometidos a la ley y a la Justicia. En otros tiempos y en otros lugares lo anterior resultaría tan evidente que un Bolaños o un Puente quedarían deslegitimados ipso facto (también ante los suyos) por dictar en indignadas diatribas lo que el Tribunal Supremo debe resolver. La quiebra de las premisas básicas de un Estado democrático de derecho, tan a las claras, tan indecentemente perpetrada, provocaría la fulminante destitución de los ministros responsables por parte del presidente. De no ser así, sería el Gobierno entero el que caería, pues el clamor popular y la denuncia de los medios serían ensordecedores, imposibles de aplacar. Pero no pasa nada.
La democracia española lleva décadas deteriorándose, sí, pero lo de ahora no se había visto. Lo de ahora es un cáncer, y la único esperanza de salvar el sistema está en una rápida y radical extirpación del Gobierno que está dando este autogolpe de libro. Sin olvidar las células letales que se han extendido al resto de poderes y órganos del Estado. Células como la que preside el TC y permite al presidente del Gobierno anticipar públicamente la exoneración de los más vistosos condenados por los ERE. Sin avergonzarse por el juego trucado. Ostentando de él. Células que dan pie a los ministros matones para comunicar al Supremo que, si se empeña en desobedecer al Gobierno, ya lo arreglará el TC. Es peor que obsceno. Obsceno sería si tales barbaridades provocaran el escándalo de la ciudadanía. Pero no es así. La ciudadanía se divide entre una izquierda autoritaria, ya abiertamente antidemocrática, que apoya el autogolpe, las amenazas a los jueces y el trucaje del TC, por un lado; los asilvestrados nacionalistas periféricos beneficiados por el golpe, por otro; y aún por otro los millones de demócratas (acaso mayoritarios) que asisten con fatalismo, desesperanza y hartazgo a la putrefacción del cuerpo institucional.
Los que no nos resignamos a la muerte de la democracia española (y por tanto urgimos a su regeneración, al no existir alternativa aceptable) tratamos de argumentar en el ágora. Pero la izquierda hegemónica, desde un ecosistema mediático financieramente dependiente y deontológicamente muerto, pone su empeño en ahogar nuestra voz al grito de ¡ultras, fascistas! Porque en el campo semántico donde hoy habita la conciencia política española, luchar por preservar el imperio de la ley y la división de poderes es fascismo. Se comprende el agotamiento de muchos ciudadanos contrarios al Gobierno, pero no se entiende su desidia.