Los delegados del odio
A Sánchez le costó dos días dar el pésame por el asesinato del pequeño de Mocejón. Esperó pacientemente a saber la procedencia del autor. Y su ministra de Infancia, Sara Rego, todavía no lo ha hecho
Antes los delegados del Gobierno, herederos en parte de los gobernadores civiles (a los que Aznar se cargó en 1997 por imposición de los nacionalistas), eran figuras políticas mayores, encargadas de representar al Estado en una comunidad autónoma y de velar por la seguridad de los ciudadanos, con la competencia máxima de dirigir a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Hasta que llegó Pedro Sánchez y los convirtió, salvo excepciones honrosas, en sus correveidiles políticos. Y siempre en palancas de oposición contra el Gobierno autonómico de turno. Del PP, por supuesto. Desde el 28 de mayo del año pasado, Moncloa ha colocado a 12 jefes de la oposición en otras tantas regiones en las que gobierna el partido de Feijóo. De hecho, Moncloa ha premiado a sus fieles más fanáticos no con un puestecillo de concejal sino con delegaciones del Gobierno, cuyos titulares han dejado de ejercer su primigenia misión de orden público para convertirse en correas de transmisión ideológica.
El último caso ha sido el de la delegada en Castilla-La Mancha, Milagros Tolón, que se presentó esta semana ante los periodistas para, en principio, dar detalles de la investigación policial que consiguió cazar al asesino del pequeño Mateo. Pero lo que ocurrió demostró que en esta España del sanchismo casi nadie cumple ya con su labor institucional. La tal Tolón citó a los medios con el presuntuoso reclamo de arrojar luz sobre un caso que estaba bajo secreto del sumario. Por lo tanto, sin nada que aportar se dedicó a hacer lo que mejor saben hacer estos agradecidos embajadores de Pedro: tirar de los prejuicios ideológicos para cargar contra «los sembradores de odio» y los creadores de «bulos». Es verdad que no han faltado –y es preocupante– los divulgadores de falsedades en las redes, para identificar al asesino como un inmigrante y generar una polémica que nada tenía que ver con la naturaleza del suceso. Pero convertir esa anécdota en una categoría partidista, en chatarra ideológica, para que los ciudadanos identifiquen a esos propagadores de falsedades con la derecha, como hace habitualmente el jefe de la señora Tolón, no es más que alimentar el relato sanchista de que sobran todos los que no tragan con él. A Sánchez le costó dos días dar el pésame por el asesinato del pequeño de Mocejón. Esperó pacientemente a saber la procedencia del autor. Y su ministra de Infancia, Sara Rego, todavía no lo ha hecho. Así que están como para dar ejemplo. Hasta el fiscal de delitos de odio no sabe para qué está ahí.
Si tan preocupada estaba la delegada socialista por el odio que se vierte en las redes, ¿por qué no dijo ni media palabra sobre cómo se incita a través de las mensajerías privadas o de X a campañas de linchamiento infames contra políticas como Isabel Díaz Ayuso o Cayetana Álvarez de Toledo? ¿Le preocupa a la señora Tolón que Óscar Puente señale con nombres y apellidos a periodistas para desatar la cólera tuitera contra ellos? ¿Qué le pareció el bulo de Juana Rivas, o el de la agresión en Chueca, o las balas de Pablo Iglesias, o la navajita plateá de Reyes Maroto y así hasta el infinito? ¿Y cuando los de Podemos alientan aquello de «muerte al Borbón»? ¿O cuando se descalifica el físico del alcalde de Madrid?
La verdad es que a esta señora, como a Isabel Rodríguez o a Patxi López, difamadores de guardia, solo parece inquietarles la falta de deontología de una parte del espectro político y social. Este debate, con el respeto a la libertad de expresión de fondo, es muy profundo y no debe convertirse en mercancía política a mayor gloria de un relato sectario. La ciénaga de las redes sociales está debilitando nuestra democracia y fortaleciendo el populismo, que le debe a su falta de regulación, que haya prendido en sociedades que creíamos adultas y liberales. Actuemos sin prejuicio sobre ello.
Pero la degradación de la democracia también está en que un delegado del Gobierno no cumpla con su misión y solo sea un soldado de parte de su presidente. Como le ocurre a otro insigne representante del régimen: Francisco Martín, el soldado que Sánchez ha puesto en la Comunidad de Madrid como delegado. Que no es otra cosa que el jefe de la oposición a Ayuso y Almeida, a los que odia porque no les gana. Pero ese es un odio bueno.
De hecho, cuando Martín fue nombrado, lo primero que avanzó es que «mi misión es desplegar las políticas de Pedro Sánchez en Madrid». Para qué iba a disimular. Él está en la carrera por quitarle el puesto a Juan Lobato y ser el candidato a la comunidad por el PSOE. Así, que fuera caretas. Cómo olvidar aquel 2 de mayo cuando se estrenó aplaudiendo que Félix Bolaños se colara en la fiesta regional a la que no había sido invitado. Entre sus «logros» más valorados por Su Sanchidad está haber sido el brazo armado en el traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos.
De los datos de seguridad en la Comunidad de Madrid no quiere saber nada. Él es un comisario político. Como Tolón. Cuando el Gobierno quiera que legisle contra la impunidad en las redes. Pero con seriedad y sin medias verdades. Mientras, tanto, la institucionalidad, otra de las grandes víctimas de este tiempo de ruido y furia capitaneado por el veraneante en La Mareta, ha muerto.