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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Sablistas

No eran unos sinvergüenzas. Simplemente unos frescos, pícaros de sus tiempos. En más de veinte comedias de don Pedro, surge un personaje que se dedica a dar sablazos, y siempre quedaba bien y muy aplaudido por el público

Actualizada 01:30

Mi abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, era muy simpático con los sablistas. Le divertían. La riqueza variopinta de la sociedad ha perdido mucho con la desaparición de oficios y personajes que hacían la vida más placentera. Los serenos, las floristas… y en su espejo negativo, los sablistas. Hoy, apenas quedan ejemplares, porque los sablazos los dan los políticos. El sablista jamás abusaba. Detenía con gran educación a su víctima en la calle, le saludaba con su nombre y le contaba sus desgracias, que eran muchas y acumuladas para crear la lástima del desasosiego. «Tengo una hija en el hospital, don Pedro. La atropelló un tranvía que había perdido los frenos. Mi esposa padece de reumatitis aguda, y mi padre, que tenía un taxi, lo ha tenido que vender para sufragar los gastos de la convalecencia de la niña. Y yo, he perdido el trabajo. Me han echado por mis frecuentes faltas, porque para mí, don Pedro, y usted que tiene tantos hijos lo comprenderá, lo primero es la niña. ¿Sería capaz de prestarme dos pesetas para volver a mi casa?». «Claro que sí, hombre. ¿Cómo se llama usted?». «Me llamo Ramón». «Pues me ha emocionado tanto su historia, tan desgraciada, que le voy a dar tres pesetas. Las dos pesetas que necesita, y una más para empezar a ahorrar».

Unos días después, en la misma esquina, la de Velázquez con Ayala, Ramón se acercó de nuevo a don Pedro. «Don Pedro, fue usted tan bondadoso conmigo, que le he hecho esta caricatura». «Gracias, Ramón, le ha salido muy bien. Se lo agradezco mucho. ¿Lo suyo, mejor?». «No, don Pedro. La niña falleció. No me he vestido de luto porque sólo tengo este traje. Y mi mujer, entre la reumatitis y la muerte de la niña, ha experimentado un ataque y la he tenido que ingresar en un manicomio de la Beneficencia, muy limpio, eso sí. Y mi padre, está melancólico y no se mueve de casa. El médico me ha recomendado que le compre esta medicina –le mostró el papel–, pero es muy cara. ¿Sería tan amable de prestarme un duro para comprarla? Es americana, de importación, y su precio, muy alto». «Se lo presto con una condición, Ramón. Que no me haga más caricaturas». Y le entregó el duro. Sableaban sin violencia, con exquisita educación, gran dominio de la ficción y muy emocionados agradecimientos. Eran los grandes señores de los sablazos medidos. Sabían que pasarse en la solicitud del 'préstamo' podría provocar el fracaso de la negociación. Después de la despedida, Ramón, que no tenía hija, ni vivía con su padre que jamás tuvo un taxi, ni había llevado a su mujer a una casa de salud mental de la Beneficencia, aguardaba la desaparición de don Pedro, cruzaba la calle de Velázquez con su viejo bulevar, y gastaba las cinco pesetas en la Taberna Acuña, sita en la vía velazqueña esquina con la calle de Don Ramón de la Cruz, donde tenía fama de generoso. Porque después de sablear a don Pedro, dos parroquianos le sableaban a él y bebían de gorra.

No eran unos sinvergüenzas. Simplemente unos frescos, pícaros de sus tiempos. En más de veinte comedias de don Pedro, surge un personaje que se dedica a dar sablazos, y siempre quedaba bien y muy aplaudido por el público. Frescos con corbata, traje viejo y con agujeros en los codos, siempre limpio y bien afeitado, y en los días de lluvia, con gabardina. Mi abuelo, que como buen andaluz tenía diferentes gabardinas, le regaló una de ellas a Ramón en otro sablazo. Curioso lo de las gabardinas. Soy madrileño, con vocación norteña y alma andaluza, del Puerto de Santa María. Y puedo asegurar y aseguro, que nunca he visto más gabardinas que en Sevilla. Una mínima micción celestial, un principio de lluvia fina, lo que en Galicia es el orbayo, en Asturias el orbayu, en la Montaña el calabobos y en Vasconia el «shirimiri», y Sevilla se viste de gabardinas.

Un día nublado, con anuncio de lluvia que no se atrevió a caer, me cité en el restaurante Oriza, en la calle sevillana de San Fernando, con mi compadre Antonio Burgos, el gran barroco, a quien Sevilla le debe una calle, o una plaza o un monumento, con el genial maestro Curro Romero, y con Pío Halcón, hijo del escritor don Manuel Halcón, académico y agricultor, el último andaluz que calzaba botos para guardar luto a su caballo. Y los tres llegaron al restaurante con sus respectivas gabardinas. Apenas chispeaba. Terminada la fundamental y divertidísima reunión, lucía el sol, y los tres la llevaban plegada sobre su brazo derecho. Me acompañaron hasta que pasó un taxi libre que me llevó a la estación de Santa Justa. Al despedirse, Curro Romero, para dejar libre el brazo derecho, que es el brazo con el que se abraza, se pasó la gabardina plegada del diestro al siniestro, con una cadencia, con un arte, con una gracia, que un grupo de paisanos que pasaban por ahí no pudieron evitar la emoción y le jalearon con 'Óleee', que en Sevilla el 'olé' lleva el acento en la o.

Y ahora me pregunto cómo he saltado de Ramón, el sablista de mi abuelo, a las gabardinas y a mis hondos amigos sevillanos. Y me respondo que no puedo explicarlo. Pero que lo he pasado muy bien mientras escribía.

Al fin y al cabo, un sablazo.

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