El santo, el actor y la hija del tendero
Se siente añoranza de unos colosos como aquellos, que enarbolando la bandera de la libertad derribaron hace 35 años el Muro del más odioso totalitarismo
Un santo polaco, un actor de Illionis y la hija de un tendero, salida de una Inglaterra eterna y anodina. Entre los tres ganaron la Guerra Fría, enarbolando la bandera de la libertad frente al más horrible totalitarismo. Tal día como ayer, hace 35 años, caía el Muro de Berlín. Su desplome escenificaba la derrota de una ideología criminal, el comunismo, que allí donde se probó resultó siempre una máquina de generar represión y mediocridad.
El santo se llamaba Karol Józef Wojtyla y había nacido en 1920. Desbordaba carisma, había sido actor de teatro aficionado en su mocedad y se manejaba en media docena de lenguas. Poseía un temperamento de hierro, una mente cultivada y lo más importante de todo: su fe. Le tocó vivir bajó la bota de las dos ideologías más mortíferas de la historia, el nazismo y el comunismo —«una bestialidad», según sus palabras— y peleó por la libertad desde la cátedra más importante de la Tierra. Su ejemplo moral, que le acabaría costando un disparo a bocajarro, alentó la disidencia contra las dictaduras colectivistas en unos tiempos en que todavía parecía imposible derrotar al comunismo. «Libertad, paz y un mundo más humanitario», eso proponía. Así de sencillo de enunciar (y de difícil de conseguir).
El actor no era exactamente de nivel Oscar, pero se defendía en la pantalla. Había nacido en 1911, hijo de un vendedor de zapatos un poco tarambana y una madre predicadora presbiteriana, de la que heredó un optimismo a prueba de bombas. Era un hombre indescifrable, dueño de un poder de convicción casi hipnótico. Ganó la presidencia cuando su país estaba sumido en el diván de una depre y le devolvió la ilusión y la autoestima. Firme creyente, estaba convencido de que su República era la «mansión que brilla en la colina», por lo que estaba llamada a derrotar al imperio del mal que se extendía al otro lado del Telón de Acero. En junio de 1987 se plantó ante la Puerta de Brandeburgo de Berlín y con una llaneza retadora, un poco a lo Far West, reclamó imperioso: «¡Tire ese Muro, señor Gorbachov!». Lo bueno es que funcionó: aquel símbolo cayó solo dos años después. La URSS, que era ya un trampantojo, no pudo seguir la carrera del escudo de misiles de Reagan e implosionó.
La tercera luchadora por la libertad se llamaba Margaret Hilda Thatcher, nacida en 1925 y criada tras el mostrador de una tienda. Licenciada en Químicas por Oxford, la envenenó desde jovencísima la política. La ganaron las ideas liberales de Hayek y su alegato contra el Camino de servidumbre. Liberó a su país del corsé socialista-sindicalista, abrió la economía y la aireó, dio a los británicos la ilusión de convertirse en una nación de propietarios. Durante su mandato, el número de adultos con acciones en empresas pasó del 7 % al 25 % de la población. Un millón de personas se convirtieron en dueños de las viviendas sociales donde habitaban y el número de propietarios subió un 12 %. Thatcher ofreció una prórroga de esperanza a un país que en realidad había enfilado una inexorable decadencia.
Cada uno con sus matices y peculiaridades, el santo polaco, el actor estadounidense y la liberal inglesa estaban unidos por una idea irrenunciable: defender al mundo libre frente a una ideología que negaba la dignidad del ser humano en todos los planos, desde el político al económico. Estaban convencidos de la bondad de su ideario y lo asentaban sobre unas hondas raíces cristianas, que lo vivificaban y le conferían un plus muy especial.
De aquellos colosos de finales del siglo XX hemos pasado a la era de los Trump, las Von der Leyen y los Macron. Hoy se disputa una nueva Guerra Fría. Nuestras sociedades abiertas se ven desafiadas por una entente autoritaria que une a China, Irán, Rusia, Corea del Norte. El club de las dictaduras nos hostiga de todas las maneras posibles: con la guerra abierta (Ucrania e Israel), con ataques informáticos y robos industriales, o acosando nuestras fronteras con la estrategia de forzar la llegada a Occidente de una inmigración descontrolada, que debilita nuestra cohesión social. Frente a esa amenaza patente, ¿quiénes son ahora los campeones del mundo libre? ¿Quién lidera la lucha contra los nuevos totalitarismos?
La respuesta es muy preocupante: nadie. Saturados de populismo y con unas sociedades enfermas de relativismo y distraídas por la taquicardia digital, incluso estamos dejando de creer en que la libertad y el imperio de la ley sean unos valores superiores por los que debemos luchar.