El día que Ringo dejó los Beatles
Pensó que con su marcha daba un golpe en la mesa que iba a cambiar las cosas, pero cuando volvió los problemas crónicos seguían ahí, eran ya irresolubles
Ringo Starr, nacido en Liverpool en 1940, era el más viejo y el más campechano —o terrenal— de los cuatro Beatles. Había sido un niño enfermizo, criado por su madre divorciada, y tuvo muchas dudas a la hora de sumarse a la que acabaría siendo la banda más famosa de la historia, porque cuando sus tres compañeros parecían todavía leña verde, él ya era un batería profesional con una nómina.
Paul y John eran los compositores y los líderes. George, algo así como el hermano pequeño, tuvo una tardía pero sensacional eclosión como creador (Sinatra, que no era muy pro Beatles, consideraba su canción Something como «la mejor de Lennon y McCartney»). Sin embargo, Ringo no creció como ellos. Se quedó en lo que era: un consumado maestro de la batería.
A finales de los sesenta, los Beatles habían comenzado a saturarse los unos de los otros. Existían rencillas, discrepancias artísticas. Además, la madurez emocional y los nuevos amores habían dejado atrás la camaradería inocente de los primeros tiempos. En ese clima se grabó el Álbum Blanco, y a Ringo no le gustaba el nuevo ambiente enrarecido, porque simplemente lo que quería era tocar en un grupo con sus amigos.
Ringo se siente aislado, alejado de los crecientes egos y veleidades de sus compañeros, y el 22 de agosto de 1968 comunica que se va. «Dejo la banda, porque siento que vosotros tres estáis muy unidos y yo estoy fuera», le explica a Lennon, que le responde sorprendido: «Vaya, ¡yo pensaba que erais vosotros tres contra mí!». Ringo se va entonces a comunicar su marcha a Paul, que le contesta igual que John: «Yo pensaba que erais vosotros tres y yo».
El batería se larga a Sicilia con su familia y se pasan dos semanas de fiesta en el yate del genial y locuelo cómico Peter Sellers. Allá recibe un telegrama de sus compañeros, donde le dicen que es el mejor batería del mundo, que lo quieren, que por favor vuelva.
Ringo regresa y los Beatles continúan con su increíble aventura creativa, que todavía dejará un sensacional canto del cisne, Abbey Road. Pero en realidad el aviso a navegantes, el puñetazo en la mesa del amago de dimisión, no servirá de nada. La carcoma de la discordia ya había anidado de manera irreversible y en la primavera de 1970 los Beatles se disuelven formalmente.
Estos días he escuchado varias veces por parte de amigos y familiares un comentario espinoso, pues mezcla los intereses políticos con el dolor de la tragedia. Lo que vienen a decir es lo siguiente: «Con la catástrofe de la DANA, Sánchez se ha salvado ya del problemón que tenía encima».
No lo creo. Cuando la tragedia de Valencia y Albacete vaya perdiendo preponderancia en las televisiones y la prensa, volveremos a la casilla de salida: Sánchez es un presidente extraordinariamente débil, que además tiene encima una losa de corrupción insalvable.
Ayer el Supremo imputó a Ábalos. Begoña no da una buena noticia. En los juzgados extremeños avanza el caso contra el hermanísimo. Los socios que lo sostienen son lo peor que quepa imaginar, pues su razón de ser es acabar con España y despreciarla (como han demostrado con su repulsiva displicencia ante la tragedia valenciana).
Sánchez aguantará hasta 2027 como sea, a no ser que las grabaciones de Ábalos que se están desencriptando se lo lleven por delante. Pero lo que le resta de mandato va a ser un tormento, agravado además porque tras la DANA ya todos los españoles, incluso los que le votan, saben que es un cobarde y un presidente que cuando viene un envite realmente serio se agacha y se lava las manos.
Permítanme acabar con un gran topicazo; esto es como el sobado microcuento de Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Decía un malogrado jurista, y tenía razón, que «la Justicia es como dos bueyes, que parecen lentos, pero que una vez que abren el surco son imparables». Y esos bueyes judiciales van a hacer sudar tinta a Sánchez.