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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El fanatismo en tiempos de tolerancia

Vivimos tiempos de tolerancia o, al menos, eso se dice. Y, sin embargo, el fanatismo no deja de crecer

Actualizada 01:30

La tolerancia no se nutre del relativismo. Sin verdad no hay tolerancia, pues ella consiste en aceptar y permitir que lo que uno considera erróneo o falso pueda ser defendido y, más concretamente, se respetan las convicciones religiosas distintas a la propia o la carencia de ellas. La idea surgió en Europa en la época de las guerras de religión. Quien niega la verdad, nada tiene que tolerar. La democracia no puede fundamentarse en el relativismo ético.

Vivimos tiempos de tolerancia o, al menos, eso se dice. Y, sin embargo, el fanatismo no deja de crecer. No cabe duda de que la religión ha conducido en muchas ocasiones a él. Pero también la ciencia, cuando se despoja de toda idea de la dignidad humana puede conducir a la barbarie. Las armas destructivas o la negación de la condición personal del hombre son dos ejemplos. No es cierto que todas las religiones sean iguales a este respecto. Entre las religiones monoteístas el cristianismo es la única que carece de un derecho revelado que haya que imponer a la sociedad. Y esta es una diferencia muy importante porque conduce a la separación entre la religión y el poder temporal. Que en ocasiones no se haya respetado este principio no impide que exista y que haya sido fundamental para la conquista de la libertad política. Además, se trata de una religión que nació vinculada a la cultura clásica, griega y romana. De ahí que pueda hablarse de «religión del Logos». De Belén no puede proceder legítimamente ninguna forma de fanatismo, porque lo que allí nació fue el amor y la verdad hechos hombre.

El fanatismo puede apoderarse de la derecha y de la izquierda, pero creo que en nuestro tiempo se extiende más en esta última. La izquierda radical es, constitutivamente, maniquea. En ella residen la justicia, la verdad y el bien absolutos. En contra de una opinión muy extendida, el relativismo es solo una cara que a veces ofrece el radicalismo, pero en realidad no niegan la verdad. Simplemente quieren apoderarse de ella e imponerla. Acaso el marxismo no conduzca necesariamente al exterminio masivo de personas, pero sí existe un camino que puede conducir desde él al terror. Y ciertamente ese camino, como sabemos, se ha recorrido muchas veces y se sigue recorriendo. Por el contrario, de las ideas, por ejemplo, de Tocqueville es imposible caminar hacia algo así.

Si la Iglesia pretendió apoderarse de las conciencias (y si lo hace solo con la proclamación de su mensaje, sin imposición alguna, como sucede desde hace tiempo, no habría nada que objetar), ahora lo hace el radicalismo. Nada desea tanto como imponer el pensamiento forzoso. Lo de «prohibido prohibir» fue una especie de enfermedad juvenil pasajera. Ahora la consigna es «prohibido permitir», lema fundamental del fanatismo e ideal de la intolerancia. Incluso, invirtiendo el buen sentido y el orden de las cosas, se toleran el insulto o la blasfemia y se proscriben las opiniones, juicios y valoraciones que no gustan al poder.

En el epílogo a la edición de sus Obras Completas de la editorial Emecé, Jorge Luis Borges imagina una breve nota autobiográfica que aparecería en una Enciclopedia Sudamericana el año 2074, y anota: «Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos». Los ignorantes creen que el conservadurismo es la versión más extrema y autoritaria de la derecha, pero lo cierto es que repele toda forma de fanatismo y de radicalismo. Un conservador fanático es una contradicción.

La tolerancia no surgió en Europa porque aquí las guerras y odios fueran mayores que en otros lugares, sino porque solo en ella se produjo una forma de vida que perseguía los ideales del cristianismo y de la cultura clásica. No puede extrañar que la extensión del olvido de estos ideales esté produciendo el auge del fanatismo y la intolerancia.

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