Una democracia sin demócratas
Algo parecido ocurrió con la Segunda República, en esa supuesta arcadia feliz que en realidad fue un fracaso estrepitoso y que naufragó por personajes como Largo Caballero, Prieto, Negrín o Carrillo
En eso se ha convertido España desde que Sánchez llegó al poder, en una democracia sin demócratas. España es una democracia formal, pero sus cimientos están siendo socavados con la acción del Gobierno que menos cree en ella, el de Pedro Sánchez. Algo parecido ocurrió con la Segunda República, en esa supuesta arcadia feliz que en realidad fue un fracaso estrepitoso y que naufragó por personajes como Largo Caballero, Prieto, Negrín o Carrillo. En aquel tiempo no se respetaban los resultados electorales, se daban golpes de Estado como el del 34, con Prieto como instigador, o se pretendía aliar a nuestro país con la Unión Soviética, según idea de Largo Caballero. Por no hablar de los asesinatos de sacerdotes, quema de iglesias o magnicidios como el del jefe de la oposición, José Calvo Sotelo. Era un país que se definía como democracia, pero que la protagonizaban los enemigos de esta.
Han cambiado muchas cosas desde entonces. Afortunadamente. Pero volvemos por el camino de algunos viejos tics. Se vuelve a demonizar a la oposición desde el Gobierno; no se admite la discrepancia; se atacan los sentimientos religiosos de las personas y se alían todos los enemigos de España con un PSOE convertido en una máquina del odio.
España es un país maravilloso. Lleno de atractivos. A partir de 1977 pusimos en marcha una transición democrática admirable. Con algún error, pero admirable. Lo que no imaginábamos es que muchos años después nos íbamos a encontrar con la deslealtad de partidos nacionalistas, a quienes este tiempo les otorgó una etiqueta de progresistas cuando en realidad son lo más retrógrado que te puedes encontrar.
Lo peor de todo fue, sin embargo, que nunca creímos que el PSOE volvería por su senda antidemocrática. Ese es nuestro problema actual: somos una democracia, pero quienes nos gobiernan no creen en ella. El último ejemplo es la proposición de ley para reformar la acción popular en la Justicia, llamada con acierto «Ley Begoña». Un texto que está orientado única y exclusivamente a permitirle a la esposa de Sánchez, a su hermano y a su fiscal general no responder ante la Justicia tras las evidencias que el conjunto de la ciudadanía ha ido conociendo.
Estamos, por tanto, ante un grupo de antidemócratas que no reconocen las victorias electorales, que no respetan los contrapesos y que quieren terminar con la libertad de prensa y con la independencia judicial.
Una de las explicaciones a esta involución se deriva de la escasa cultura política del español medio. Se desconoce el valor de la división de poderes, o lo que es el principio de legalidad, el respeto a la opinión ajena o el funcionamiento de una democracia asentada, donde el gobernante no puede tomar decisiones arbitrarias ni ejercer el nepotismo. A ese gobernante ahora mismo solo le interesa mantenerse en el poder, como Maduro. A él y a todos los que le secundan. La inmensa mayoría no hubiesen ocupado cargos relevantes si no fuese por la mediocridad intelectual de Sánchez y sus débiles convicciones democráticas. Presumo de haberlo dicho y escrito muchas veces: el problema de Sánchez es que no cree en la democracia.
El corolario final es determinante: el sistema es bueno, las personas son malas. Nos queda la remota esperanza de que todavía hoy nuestro sistema político no solo nos sirve para elegir con nuestros votos al candidato más adecuado, sino que también, y sobre todo, es una herramienta eficaz para echar a aquel que pone en peligro nuestra convivencia y el futuro de España como patria común de todos los españoles, como muy bien reza nuestra Constitución.