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El ojo inquietoGonzalo Figar

¿Llegará el Gobierno Artificial?

Sufrimos el peor gobierno posible, una banda de socialistas, comunistas e independentistas que están empezando a alcanzar cotas verdaderamente sorprendentes de incompetencia, ideología rancia, inutilidad, corrupción y vanidad

Actualizada 01:30

La Inteligencia Artificial (IA) es el término de moda, la tecnología llamada a revolucionar el mundo como ya lo hizo internet en su día —o posiblemente mucho más, más profunda y rápidamente que nada visto hasta ahora. La IA está penetrando en todos los sectores: desde la optimización de cargas de trabajo hasta rediseñar sistemas educativos o revolucionar la medicina. Es la herramienta del siglo XXI. Pero, en un contexto en el que se está empezando a usar en todo tipo de problemas, ¿llegará acaso el momento en el que se plantea aplicarla al gobierno y la política?

Eso de que una máquina nos gobierne suena muy a Netflix, lo sé, pero síganme la corriente un momento, juguemos con la idea, aunque solo sea para comparar. Reflexionemos sobre el estado actual de nuestras democracias, que no pasan precisamente por su mejor momento. La política ha convertido en una fábrica de mediocres, un teatro de vanidades, un juego de intereses personales y partidistas que prioriza el poder sobre cualquier concepción de bien común. Las decisiones nunca parecen tomarse basadas en evidencias, en resultados comprobables, sino siempre por ideología y electoralismo.

En España lo sabemos de sobra: sufrimos el peor gobierno posible, una banda de socialistas, comunistas e independentistas que están empezando a alcanzar cotas verdaderamente sorprendentes de incompetencia, ideología rancia, inutilidad, corrupción y vanidad. Ante este panorama, ¿de verdad resulta tan loco imaginar una alternativa —aunque sea artificial— que tome decisiones mejores que las de este circo? ¿Estaríamos peor con un algoritmo al mando que con Pedrito, Yolanda, Puigdemont y la Montero?

Si algo caracteriza a la Inteligencia Artificial es su capacidad para analizar datos masivos y tomar decisiones basadas en ellos, sin prejuicios, sin miedo al qué dirán, sin atenerse a preconcepciones ideológicas. Una IA no tiene intereses partidistas ni necesita pactar con el diablo para mantenerse en el poder. Una IA toma decisiones basadas en evidencia, en resultados. Podría, en teoría, diseñar políticas que maximicen el bien común y afronten los problemas de manera objetiva.

Imaginemos, por un momento, un sistema que proponga políticas públicas basadas en datos reales. Una IA podría hacer algo revolucionario: reformar el sistema fiscal para que recaude lo justo, sin ahogar a familias y empresas. Podría optimizar la educación para las necesidades del siglo XXI. Incluso, rediseñar una administración pública que, por fin, funcione de verdad. Sería un gobierno que priorice lo que importa, no lo que conviene ni lo que sus obsesiones ideológicas le marquen. ¿No es eso, al menos en abstracto, como ideal, algo que merece la pena explorar?

Por supuesto, esto es el ideal, como digo. Obviamente, las cosas no son tan sencillas y, si bien se pueden solucionar unos problemas, surgen otros por el otro costado. Para empezar, la Inteligencia Artificial (aún) no es autónoma ni neutral. Una IA es tan buena como las personas que la programan. Todavía estamos en la era de la Inteligencia Artificial Generativa, sistemas capaces de generar textos, imágenes, música, etc. basándose en la información que se les proporciona. Aún no hemos llegado a la Inteligencia Artificial General, esa eventual etapa en la que las máquinas podrían razonar y decidir por su cuenta, sin intervención humana, logrando autonomía cognitiva.

Mientras tanto, la IA sigue dependiendo enteramente de los parámetros que se le programan, de los datos que se le proporcionan y de los sesgos, intencionados o no, que puedan haber introducido sus creadores. En este contexto, pues surgirían preguntas inquietantes de cara al Gobierno Artificial: ¿Quién decide los parámetros que guían sus decisiones? ¿Quién define qué es el «bien común»? ¿Qué pasa si los programadores, de forma consciente o no, configuran la IA para priorizar ciertos intereses o ideologías sobre otros? En este hipotético mundo, el poder recaería en el que programa la máquina.

Además, por supuesto, está la cuestión ética. ¿Es democrático dejar que una máquina tome decisiones que afectan a personas de carne y hueso? Al final, la democracia no es solo un sistema de gobierno; es también un reflejo de nuestra humanidad, de nuestra capacidad de equivocarnos, debatir, consensuar y aprender. Si delegamos ese poder en un algoritmo, ¿qué significa para nosotros como sociedad? ¿Perdemos algo esencial al hacerlo?

A pesar de los riesgos, estoy convencido de que alguien, en algún lugar, lo intentará. Quizá no sea un país grande, pero sí una ciudad-estado, una corporación territorializada o algún otro experimento de gobernanza en algún rincón del mundo. Porque la idea es tentadora: eliminar las pasiones y las torpezas humanas del ejercicio del poder. Es que hasta entran ganas de que alguien (no nosotros, claro) haga el experimento y ver qué pasa…

Posiblemente sea algo demasiado fantasioso pensar en un Gobierno completamente Artificial. Lo que sí creo que ocurrirá en algún momento, en algún lugar, es una especie de modelo híbrido, un sistema donde los ciudadanos sí elijan a políticos de carne y hueso de forma democrática, pero estos tengan su margen de acción limitado a ajustar, supervisar o implementar las recomendaciones de sistemas de IA. En este escenario, los políticos perderían parte de su autonomía y se convertirían, en ciertos asuntos, en editores, comentaristas y administradores de las decisiones propuestas por algoritmos.

En fin, todo esto puede que nunca ocurra y, probablemente, no sea una buena idea desde una perspectiva ética y humanista. Pero miren, no me culpen por dedicar unas líneas a soñar con mundos imaginarios donde los políticos piensan en el bien común, en el largo plazo, en los resultados tangibles, y en políticas que realmente funcionan para mejorar la vida, la libertad y la prosperidad de la mayoría.

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