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Enrique García-Máiquez

Balance de Vance

La lección que dejó, más allá de lo que dijo, es que hay que decir lo nuestro donde toque, aunque no nos lo aplaudan

Actualizada 01:30

Lo más bonito del ya famoso discurso de Vance en Múnich (aunque sus otros discursos tampoco han sido peccata minuta) fue su sutil balanceo entre el zarandeo brutal y el zureo civilizacional. Instaba a los políticos europeos a asumir su responsabilidad y a ser más respetuosos con la voluntad libre de sus ciudadanos a la vez que reconocía su amor por Europa, su admiración por nuestra historia y la añoranza por los viejos valores que nacieron en este continente. Vance iba y venía de su corazón a nuestros asuntos.

Ese balanceo no fue un vacile sino un balancearse para evitar que vacilemos e infundirnos valor. Vance nos dice lo que el Papa León IV a los francos a mediados del siglo IX, exhortándoles a enfrentarse a los enemigos de la Iglesia: «Pensad en vuestros padres: no tengáis miedo». Él, más moderno, citó a Juan Pablo II, de feliz memoria: «No tengáis miedo». Y es significativo que, haciendo oídos sordos al consejo, la clase dirigente europea, se haya asustado tantísimo.

Lo más importante del famoso discurso fue que instó todo el rato a que Europa asuma sus responsabilidades militares, económicas, energéticas y morales. Van a hacernos falta porque ellos se quitan de en medio o se van de nuestro corazón a sus asuntos. Que los políticos europeos, esto es, los responsables legítimos, se ofendan es muy extraño. Si se han presentado a unas elecciones democráticas para hacerse cargo del destino de Europa, ¿cómo se sienten atacados porque el vicepresidente de una potencia extranjera les pida que se hagan cargo de lo suyo y que respeten, además, lo que su pueblo vota en las urnas? Lo normal habría sido contestarle: «¡Pues naturalmente, faltaría más!».

Ya hemos dicho lo más bonito y lo más importante del discurso de J. D. Vance. Nos queda lo más ejemplar, al menos para mí. Su indiferencia absoluta a los aplausos menguantes. ¿Lo han visto, verdad? Cuando le aplauden el arranque, suspira: «Espero que estos no sean los últimos aplausos que me dediquen». O sea, que él sabía que venían curvas.

Y llegaron. Hasta desde la grabación se ve claro cómo se va helando el ambiente. Es de las pocas veces que he visto filmar el frío. No estuvieron ahí tampoco listos los asistentes porque regalaron al mundo entero el espectáculo de ver cómo las palabras del vicepresidente de Estados Unidos hacían mella en el exquisito auditorio de altos mandatarios europeos.

Lo ejemplar es que Vance no se inmuta. Cuenta un chiste, fíjense, un chiste que yo calificaría de bastante bueno como ironía política y como chiste en sí, el de que «si la democracia estadounidense puede sobrevivir a diez años de Greta Thunberg, ustedes pueden sobrevivir unos meses de Elon Musk», y no se ríe ni el Tato. Vance hace un parón para que la gente lo pille, y nada, no se ríen, y entonces sigue hablando impertérrito.

Hay que tener mucha seguridad en uno y en su mensaje para aguantar a pecho descubierto tanta entropía de la empatía. Es ejemplar porque vivimos en una sociedad obsesionada por la aprobación, los guiños, las risas, los likes y el buen rollo. Se requiere muchísimo aplomo para que nos baste con el aplauso de una sola mano de nuestra conciencia.

La ovación final fue casi protocolaria, aunque ni eso, porque se quedó corta. Dejaba constancia con sus silencios intercalados entre palmada y palmada que los políticos presentes se habían dado por aludidos. Vance parecía escuchar, sin embargo, el aplauso de su sola mano por haber dicho lo correcto y también el aplauso del pueblo para el que había pedido que los burócratas le dejen votar y expresarse en libertad. Ése también lo oía. La lección que dejó, más allá de lo que dijo, es que hay que decir lo nuestro donde toque, aunque no nos lo aplaudan. En resumen, que no tengamos miedo.

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