De niños y ángeles
«Mi hijo debería haber estado encerrado hace mucho tiempo». Pocas cosas son más desgarradoras que esa declaración de un padre acerca de su hijo menor de edad. Ninguna, más admirable
No, un niño no es un ángel. Por más consolador que eso resulta proclamar a los adultos que necesitan coartadas con las que fingir paraíso en sus infiernos. Un niño es una cría de humano. Con hasta la última paradoja que ser humano entraña, sellada en su código genético: para la vida, para la muerte. La educación decidirá cuáles de esos antagonismos se actualizan, cuáles quedan reprimidos. En ese juego de actualizar y reprimir eficazmente, se cifra el inestable equilibrio al cual llamamos, en rigor, un comportamiento ético.
«Mi hijo debería haber estado encerrado hace mucho tiempo». Pocas cosas son más desgarradoras que esa declaración de un padre acerca de su hijo menor de edad. Ninguna, más admirable. Porque en la voz del padre está hablando una tragedia a la que ya no hay cura. La de un hijo de quince años, que, en compañía de un colega, tortura en un piso cerrado a la asistenta social que los atiende durante su privilegio de libertad tutelada. Y que culmina la tarea, estrangulando con un cinturón a la mujer a cuyo cuidado fue encomendado por una sociedad que no se considera moralmente legitimada para recluirlo.
El viejo Blaise Pascal dejó escrito, hace casi cuatro siglos, algo que el sentido común debiera imponer a cualquiera que no se empeñe en confundir deseos con realidades: fingir ángeles es crear bestias. La monstruosa ficción que impide recluir a autores de hechos abominables que no hayan cumplido aún los dieciocho años, reposa sobre lo peor de ese angelismo trágico, que sólo barbarie puede generar. Un menor no es ni más bueno ni más malo que un adulto. Es, sencillamente, más débil: física o anímicamente. O ambas cosas. Y, por sencilla paradoja, esa debilidad puede llevar a actos de una crueldad muy superior a la de los adultos mismos. Porque el pánico que la debilidad desencadena es una pulsión destructiva que carece de límites. En ese punto en el que el terror prima, el obstáculo debe ser, no sólo apartado, sino borrado, materialmente borrado.
William Golding escribió en 1954 una de las diagnosis más escalofriantes de nuestra pobre especie humana: «El señor de las moscas». Le valió un premio Nobel y un lugar perenne en la historia de la literatura. También, en la del pensamiento. Al lector avezado no puede extraviarle el título: «Señor de las Moscas» es la traducción que la «Septuaginta» da de la deidad filistea Belcebú, que, a través de las tradiciones bíblica y cristiana, quedará identificado en nuestra cultura al principio demoníaco del mal.
La anécdota de la cual parte la novela de Golding es trivial: un grupo de menores, a causa de un accidente, queda aislado del mundo en una isla desierta. Sobre ese mismo tópico, la peor literatura infantil y juvenil ha alzado innumerables utopías sociales, a cual más cursi. Golding seguirá el camino inverso. Las pulsiones de crueldad bestiales irán imponiéndose en la horda de chavales como único mecanismo eficaz de dominación y tribalización. Las extremas aberraciones del mundo adulto serán instauradas sin atenuante: superstición, brutalidad, violencia descodificada, sacrificios humanos… Nada estará vetado. Puesto que todo contribuye al placer del cachorro humano que aspira a dominar a sus iguales.
No, un menor no se arredra ante la tortura o el asesinato, ni más ni menos que un adulto. Puede que menos, en la medida misma en que no alcanza a prever el coste que para él mismo vaya a tener lo que está haciendo. Puede que, también, sencillamente, porque en su cabeza la palabra «muerte» no significa nada. «A fin de cuentas, sólo mueren los otros»: la boutade que Marcel Duchamp hizo inscribir sobre su losa tumbal, es para un menor un postulado invulnerable. Sólo en el curso del tiempo aprenden los hombres a sospechar qué es la muerte.
No, no son ángeles. Son aprendices de hombre. E impunes. Por ley. Lo peor. Que un padre sepa eso es, pienso, lo más desgarrador que pueda acontecer a un ser pensante.