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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La soledad: Gene Hackman

Gene Hackman desconocía las palabras «Gene Hackman». Ni sabía que aquel lugar era su casa, ni que a la mujer a la que cruzaba por el pasillo la amó un día un veterano actor que usaba su mismo nombre

Actualizada 01:30

Harry Caul ha ido despedazando su apartamento. Con el paciente método que debe serle exigido a un profesional de su envergadura. Los que fueron tabiques, son ahora desparejos agujeros, la tarima que cubría el suelo es un apilamiento de tablones, los muebles han sido minuciosamente desfondados. Hasta su estatuilla de la Inmaculada ha triturado el ferviente detective. Nada. No da con un solo micrófono. Puede, es lo más probable, que ni siquiera los haya. Y, sin embargo, la llamada telefónica, en la que puede escuchar cómo él mismo va haciendo trizas su domicilio, su vida, le está dando constancia de que ninguno sus gestos escapa al inasible oído que lo registra todo.

Queda en la habitación una silla. Rodeado de escombros, queda un saxo, su saxo. Harry Caul lo toma. Se sienta. ¡Qué más da ya todo! Los que poseen la potestad de matar han matado. Y él, el astuto especialista en escuchas, ha sido su incauto instrumento. Pueden matarlo ahora a él, desde luego. Si es que borrar al don nadie que graba encuentros de amantes furtivos vale la pena. Tal vez, con un poco de suerte, no la valga. Se aferra al saxo, como al último tablón un náufrago. Y, sobre el obsesivo tema musical de David Share, que ha ido enredando su tenue línea de piano a lo largo de la película, el hombre, que ahora se sabe acosado, hace sonar unos rugosos acordes, a modo de variaciones sobre el más oscuro Dexter Gordon.

En 1974, Francis Ford Coppola, omnipotente tras el éxito del primer Padrino, rueda, en esa secuencia que cierra La Conversación, su más estricta elegía a la soledad. Para dar cuerpo a ese personaje, cuya vida de técnico en escuchas es toda ella una difusa jaula de Faraday en la que nadie pueda escucharlo, pensó Coppola en Marlon Brando. Lo desechó, por suerte. Y eligió un actor a la medida del personaje. Gene Hackman cargaba a las espaldas con una larga carrera de actor secundario. Tiene 45 años. Y lo ha aprendido todo ante la cámara. También, a ser un don nadie. O a fingirlo. También, a ser invisible: Harry Caul. El director le encomienda una tarea: construir la imagen del hombre solo, perfectamente solo. Porque, para espiar una conversación furtiva, cualquier conversación furtiva, en cualquier sitio, es necesario no ser escuchado por nadie y en ninguna parte: no ser.

Hackman murió hace tres semanas. Nadie lo supo hasta el miércoles pasado. A Harry Caul hubiera podido pasarle lo mismo, de haber llegado a viejo. Un nonagenario se atrinchera frente a la hostilidad del mundo; porque el mundo es necesariamente hostil a un nonagenario. Tiene, en su bella fortaleza de Santa Fe, la compañía de la mujer a la que ama: Betsy Arakawa, pianista, 63 años. ¿Para qué más? Tienen, ambos, sus recuerdos. No es el peor modo de morir, si bien se mira: extinguirse a una edad poco frecuente, junto a la mujer elegida y rodeado de un arsenal esplendoroso de recuerdos. ¿De recuerdos? Del Harry Caul de La Conversación, desde luego, también del chandleriano Harry Moseby de La noche se mueve, de esa víctima del tiempo que es el Jedediah Tucker Ward de Class Action… De tantos otros. Una plenitud que recordar.

Pero no hay recuerdo para ese hombre, de cuya mente la vida, antes de borrarlo a él, borró toda memoria. Hasta dejarlo sólo en ese cascarón quebradizo que ni sabe quién es ni sabe que esa pregunta exista. Gene Hackman desconocía las palabras «Gene Hackman». Y todas las emociones que ese nombre mueve para tantos de nosotros, para él eran ruido. Ni sabía que aquel lugar era su casa, ni que a la mujer a la que cruzaba por el pasillo la amó un día un veterano actor que usaba su mismo nombre. No supo, cuando dejó de verla, que hubiera dejado de ver a nadie. No reconoció el bulto de su cuerpo, durante diez días, al pie del lavabo. Ni supo que era él ese al que una ignorada muerte se estaba llevando en silencio. Nadie se ocupaba de aquel viejo actor que él no sabía que era. Como no sabía que existen cosas llamadas comer, beber, despertarse, dormir, respirar…: existir es un término demasiado complejo.

Escucho ahora la aspereza de aquel saxo que Harry Caul tocaba a la manera de Dexter Gordon. Los recuerdos de Hackman, que no acudieron a la cita con el Hackman que moría, me estremecen. Es la soledad. Nada más que eso.

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