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Palabra de honorCarmen Cordón

La llamada

Recuerdo aquellos tiempos candorosos de la transición en los que se pensábamos que lo contrario a la dictadura era democracia, cuando creíamos que a los tiranos se les podía castigar no votándolos. Resultó que no, que cuando cambiábamos gobernante todo seguía igual

Actualizada 13:09

Ya he contado aquí que por la candidez de mi remota infancia pasó una monja, vasca, y de las malas. Quede claro que hay muchas religiosas (la mayoría) que son verdaderos ángeles en la tierra, pero a mí me tocó la mala, e hizo conmigo lo que le dio la gana. La hermana Rosa, se llamaba, era uno de esos religiosos que se apuntaron a lo más progre de los tiempos convulsos de la transición tras la muerte de Franco, formaba parte de ese cultivo de retaguardia punitiva y rencorosa que no quiso pasar página en la transición y aprovechó la coyuntura para, desde su pequeña cuota escolar de poder, descargar su revancha, por la victoria del bando nacional, sobre mis ingenuos hombros de «niña bien» de trencitas pulcramente peinadas con colonia cada mañana. Aquella mujer, que fue mi tutora durante tres cursos, cada día que pasaba me arrinconaba un poco más en un territorio fantasmal de solitarios pasillos y ecos del recreo del que nadie quería darse cuenta, y del que era imposible salir. A veces me sacaba de mis aislamientos y me sometía a largas horas de «filminas», al estilo la naranja mecánica, contrastando fotografías de niños africanos hambrientos con los ojos llenos de moscas con fotos de chalets (como el mío) en el que se columpiaban papudos niños blancos en los que colgaban cadenas con carteles de «propiedad privada, cuidado con el perro»; me mostraba altos y espigados cipreses en magnificas villas de la Toscana, contra fotos de naranjos bajitos de ramas retorcidas pero que daban fruta. Eres un ciprés, no das ni sombra, me decía. Yo bajaba la cabeza y enrojecía. SO LI RA RI DAD me hacía bramar a golpes silábicos al tiempo que su aliento ulceroso penetraba en mi garganta y orificios de mi cara mientras marcaba el ritmo su anillo contra el pupitre. Le temía. Recuerdo que, una vez, en fechas cercanas a Semana Santa en la capilla del colegio nos explicó que Jesús, que murió crucificado por nosotros, podía hacernos «la llamada» y si esta «te llegaba» te hacías monja como ella. Ella, como buena demócrata y odiadora de la dictadura, improvisó un referéndum ahí mismo sobre el tema y toda la clase levantó la mano al unísono entusiasmada con la idea de ser «llamadas» y de complacer a la monja. Me quede patidifusa: Monstruomonja era lo último que yo deseaba ser de mayor. Durante unos minutos me mantuve con el brazo abajo, camuflada entre las demás, pero detectó mi cabeza agachada con las orejas ardientes y me hizo salir al altar. Ahí, bajo la mirada del Cristo martirizado y expuesta al escarnio de mis compañeras, terminé levantándolo, pero antes, cerré los ojos, inspiré profundamente y le pedí a Jesús que no me escuchase, que no me llamase, que aunque levantase la mano delante de todas, mi mente le decía que no. Funcionó. Cristo no me llamó.

Recuerdo aquellos tiempos candorosos de la transición en los que se pensábamos que lo contrario a la dictadura era democracia, cuando creíamos que a los tiranos se les podía castigar no votándolos y así echarlos para recuperar nuestras libertades. Resultó que no, que cuando cambiábamos el gobernante todo seguía igual. Muchas veces me pregunto ¿Quién votó el pasaporte Covid que nos obligó a inyectarnos un experimento que sabían que no funcionaba? ¿Alguien pidió ideología de género hasta en los colegios? ¿Quién pidió cerrar las ciudades a nuestros coches a pesar de seguir pagando religiosamente tasas e impuestos? Ni el suicidio económico del fraude climático (que sólo mantiene Europa), o la ley de restauración de la naturaleza privándonos de embalses necesarios que nos salvan de riadas mortales, ni la apertura de fronteras a mahometanos descontrolados que amenazan nuestras procesiones. Estas «ideas» simplemente aparecieron un día como por ensalmo, se adueñaron de los medios y se impusieron como pensamiento único. Ahora, en plena «democracia» se anulan posiciones ideológicas contrarias y se rinde pleitesía al «bien común» cuyas grandes líneas de pensamiento y acción son decididas por Foros Económicos Mundiales, la ONU, la UE cuya «élite» ni ha sido elegida, ni responde ante nadie. ¿Qué pensaría hoy aquella furibunda hermana Rosa al comprobar que la batalla hace mucho dejó de ser nacionales contra republicanos? Ni va de derechas contra izquierdas, ni es PP contra PSOE, que defienden las mismas pleitesías. La batalla hoy es Estados poderosos crecientes, depredadores de recursos, contra la sociedad civil productiva cuyo voto cada 4 años no cambia nada. La propia Europa, heredera de la Atenas de Pericles, bastión del cristianismo y por tanto de la dignidad de cada individuo como hijo de Dios, la tierra en la que se pasó por la guillotina al abuso del poder, sueña con un modelo político más cercano a la dictadura China, a la que visitan y con la que pactan, que a la libertad de EE.UU.

Bien pensado, aquella remota tarde de mi infancia en la capilla sí recibí una llamada, es la misma que han recibido esas mayorías clamorosas en EE.UU, Argentina e Italia y muchos más. Esa tarde de mi infancia descubrí la fuerza de la libertad individual, que ninguna monja, agenda, gobierno, tratado, ni poder terrenal puede doblegar porque fue Él, ante quien levanté el brazo negándome a ser llamada, quien me la regaló.

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