Con estos mimbres... poco cesto
El embobado chaval, absorto en su móvil, cuando quiso reaccionar ante la lluvia de palos, sólo pudo ver cómo su IPhone caía al suelo encharcado y sonaba. El chico soltó un «mecagoenlaputa», sabía hablar además de gruñir, primera señal de vida inteligente que daba su mente
Me hallo en las cumbres de España. Es raro a estas alturas de marzo embarcarme en aventuritas nevadas, pero dado que el clima, que debe ser tozudamente de extrema-derecha, mantiene sus inviernos nevados, hemos subido a Sierra Nevada. El esquí es un mundo amenazante en el que nunca me he sentido segura: Me atemorizan los esquiadores enormes desde sus botas robóticas con esos tambaleantes andares de transformer, el anonimato que ofrece su atuendo (casco, gafas, y bufanda sobre la boca) desde el que los malos modales salen impunes; las succionantes colas de corriente humana que te transportan en volandas sin importar tu condición, género o intención de grupo familiar con el que circulas; el viajecito embutido en unos 25 cm de asiento suspendido de un cable en altura a merced de vientos racheados sobre barrancos y hielos perpetuos junto a desconocidos.
Nos tocó compartir aire y espacio de telehuevo con una madre, de mi quinta, y su hijo de unos 20 años (pegado a mí); estaban el uno enfrente del otro. No hay palabras para describir al «niño emperador» de casi dos metros. Él entró a empujones como elefante en una cacharrería, se desparramó a mi lado convirtiendo mis 25 centímetros en 19 apoyando distraído sus cachivaches en mis rodillas. Me metió el codo en los riñones para sacar un cacao, se lo untó, lo volvió a guardar cerrando la cremallera de su bolsillo a golpecitos de codo sobre mi rostro impertérrito y tapado. El muchacho resopló, se quitó el casco, se rascó la cabeza, ris, ras, ris, ras, crujían sus cabellos bajo unas uñas insaciables, mientras una nube de nieve casposa flotaba sobre sus hombros ( y los míos). Paró, resopló de nuevo frotándose los ojos mal humorado mostrando su hastío e inmenso agravio por esa vida injusta que le había llevado a esquiar con su madre un soleado jueves de marzo. Sacó las gafas, cayeron al suelo, en lugar de recogerlas se desperezó expandiendo su notable envergadura de lado a lado y, bajo la atenta mirada de su madre, que ejercía de asistenta personal para sujetarle el gorro, los guantes y el buff ( los esquís no, esos los aguantaba yo estoicamente equilibrados sobre mis rodillas), los resoplidos del muchacho fueron en aumento hasta que decidió quitarse el anorak, compartiendo con el resto los efluvios propios de esa edad cuando uno no ha pasado por la ducha. La madre, inasequible al desaliento en el empeño de lograr la felicidad de su quejoso hombretón, nos pidió a todos que abriésemos los ventanucos de la cabina pues «el niño» tenía calor. Yo tenía frío, pero decidí relegar mi comodidad ante la posibilidad real de padecer una muerte instantánea por atufamiento sudoril. Hay que joderse, me dije (yo nunca digo estas cosas en voz alta). Pero ¿de dónde habrán salido? Me levanté la gafas y me dediqué a un concienzudo reconocimiento visual.
Ambos vestían anoraks buenos, ella había caído en manos de algún mal medico estético y tenía uno de esos característicos rostros de mujer madura de piel tensa, prominentes pómulos, labios carnosos en exceso, y mirada espantada de bótox. Llevaba un Cartier de cadenita de oro y acero, incluso me fijé en la ausencia del anillo de casada y sentí lástima al deducir, de su adicción por la estética, una posible falta de autoestima, además del infierno por el que pasaba esa mujer, en soledad, bajo el yugo de ese dictadorzuelo de pacotilla. El muchacho, aspirino, ojeroso pero guapete, sacó un Iphone 15 al que se dedicó en cuerpo y alma desatendiendo las suaves sugerencias de su madre ofreciéndole agua, el niño faraón sonrió por algo que leyó, lo que animó a su abnegada madre a extenderle un exceso de crema de la cara, pero él la apartó de un manotazo gruñendo. Nos miró, avergonzada, mis hijas miraron hacia el barranco, y a mí se me acabó el estoicismo. Retiré mis rodillas de sus esquís (no sin antes proporcionarles un pequeño impulso para que cayeran en su dirección) y el embobado chaval, absorto en su móvil, cuando quiso reaccionar ante la lluvia de palos, sólo pudo ver cómo su IPhone caía al suelo encharcado y sonaba crock , al quedar encajado y suspendido en una junta del suelo abierta al abismo. El chico soltó un «mecagoenlaputa», sabía hablar además de gruñir, primera señal de vida inteligente que daba su mente, pegó tres patadas rabiosas de bota transformer al suelo y, mientras se afanaba infructuosamente en alcanzar su móvil entre artilugios de esquí empujándonos a todos, llegamos a la cima, se abrieron las puertas y salimos los cuatro atónitos con la escena. La madre, buscando el móvil, recibió una culada de su caprichoso niño, se desequilibró, le cogí los esquís y la ayudé a bajar. Estas cosas son muy rápidas, las puertas del telehuevo se volvieron a cerrar y el chico, por primera vez consciente de que mamá no le atendía, levantó la cara y gritando y pataleando se hizo pequeñito en el horizonte. Sinceramente, a estas alturas, Von der Layen, Sánchez y los defensores de lo woke ¿ Están valorando reclutar a nuestros jóvenes para enviarlos a la guerra? Como sean estos los valientes europeos que nos van a defender de los ataques (tanto del noreste como del sur) estamos apañados.