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Palabra de honorCarmen Cordón

Una de inmigrantes

La joven italiana se desvivía intentando entender a doce hombres alborotadores procedentes de algún lugar del norte de África que le increpaban a voces. Los jóvenes golpeaban impacientes la barra, gritaban vocablos incomprensibles exigiendo con gestos amedrentadores sus cafés y algo de desayunar

Actualizada 01:30

No hay paisaje en la Tierra más igual que el que se adivina desde el mar. Las playas, los acantilados suicidas, el hálito intermitente de los faros, la cortesía de las balizas de puerto… vayas donde vayas, desde el mar todos los lugares y sus gentes tienen un orden, un lenguaje común. Zaragozana de nacimiento, aun siendo de secano me aficioné a la navegación hace más de 30 años. Empezamos de calita en calita con la tortilla de patatas y ahora organizamos travesías que nos han llevado a lugares como la costa sur de Cerdeña. De ahí les traigo esta historia. Un amanecer, amarrados en Teulada, una pequeña marina alejada kilómetros de cualquier población, mi marido Ignacio y yo salimos a tomar café al único rastro de vida civilizada que había en aquel monte de pinos. Se trataba de un chiringuito con cuatro sillas de cerveza Ichnusa, nos llamó la atención una «gomona» de esas italianas, negra, encerada, radiantemente nueva que estaba invadiendo la arena de mala manera. Nadie atendía afuera y entramos en la pequeña cantina. Era mínima, apenas contaba con una barra desportillada de metro y medio de largo donde se exhibían unos croissants tiesos, allí estaba ella: una joven camarera dando un par de pasos atemorizados hacia atrás haciendo tambalear una pequeña cafetera expreso enchufada a una torre de empalmes adheridos como muñones a un ladrón.

La joven italiana se desvivía intentando entender a doce hombres alborotadores procedentes de algún lugar del norte de África que le increpaban a voces. Los jóvenes golpeaban impacientes la barra, toqueteaban las bolsas de patatas y almendras del expositor, gritaban vocablos incomprensibles exigiendo con gestos amedrentadores sus cafés y algo de desayunar. La cafetera de aquel confín del sur de Cerdeña tiraba como la locomotora de un tren de vapor de los años 20 y tan sólo lograba hacer brotar un hilillo de café insignificante cada 10 minutos. Mi primera reacción fue dar media vuelta, allí no íbamos a lograr un café, pero nos fue imposible esquivar la espantada mirada de alarma y alivio que aquella muchacha nos lanzó al vernos entrar. Nos quedamos. Hubo un silencio, y entonces, sin previo aviso, la mínima compostura que asistía a los recién llegados se esfumó. Arramblaron con todo lo que se les antojó: se pasaron los croissants de la vitrina por el aire como pelotas de rugby; cogieron las patatillas; uno saltó sin apoyo ni esfuerzo alguno la barra, apartó a la muchacha de un empujón, y tragó leche del tetrabrik a lado de la cafetera muerto de risa mientras gesticulaba sobre la voluptuosidad de la muchacha jaleado por los demás; abrieron cajones, derramaron sobres de azúcar y se sirvieron coca-colas mientras dos de ellos vigilaban en la puerta manteniendo una conversación con alguien en su lengua mora desde teléfonos de primera generación.

Asistimos al saqueo y finalmente salieron con sus desayunos a la terracita, pero el asalto continuó: cogieron en volandas a una incauta niña con un sombrerito de tela de cuadros que cogía cangrejitos en la orilla, se hicieron fotos con ella para enviárselas a no se sabe quién al otro lado del Mediterráneo. La madre de la niña, impávida e impotente, mantenía una sonrisa petrificada como si aquello fuese divertido para no asustar a la niña que se revolvía en los brazos de uno de ellos para volver al suelo. Salimos. Ignacio se fue hacia ellos para que soltaran a la niña, advertí cómo la camarera cerraba el bar detrás de nosotros y corría la cortinilla mientras llamaba por el móvil. Gracias a Dios posaron en la arena a la niña, que corrió como alma que lleva el diablo a los brazos de su madre. No querían bronca, solo celebrar, «c´est la fête» le dijeron a Ignacio mientras se hacían fotos sentados en la gomona con el signo de la victoria juergueando su llegada al primer mundo (donde uno coge lo que quiere y nadie hay para defenderlo). Miré a nuestro alrededor, ni un solo hombre del primer mundo por la zona. Tuvimos miedo.

Leo que este año 2024 la invasión migratoria ilegal descontrolada en Italia ha bajado un 70 % gracias a la firmeza de su presidenta Meloni, un éxito tal que ha llevado a Europa a dar un giro de 180 grados en su política migratoria. Aquí se silencia que los países nórdicos hacen devoluciones en caliente, Francia y Alemania también se están sumando. En España, sin embargo, la entrada de ilegales cabalga más desatada que nunca pidiendo una distribución solidaria de inmigrantes ilegales por todo el territorio nacional garantizando su bienestar y derechos. ¿Qué derechos? ¿Y nuestra seguridad?

Los españoles que emigraban hace años a Inglaterra o Alemania buscaban trabajo, no subsidios. No saltaban vallas ni generaban diásporas impenetrables ni zonas «non-go»; no saqueaban impunes bares de costa, ni iban armados con cuchillos, no hacían frente cuando les detenía la policía; no se defendían a puñetazos y no hubo un aumento exponencial de los asaltos y las violaciones con su llegada al país de acogida… Saltar violentamente una frontera no es lo mismo que pedir un permiso. No es racismo. No es insolidaridad. No es ultraderecha. Es orden.

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