Ignacio Belzunce Manterola (1970-2025)
El atractivo de la santidad de un cura normal
Algo tenía ese sacerdote para que, tan pronto como se conoció la gravedad del accidente ciclista que le costó la vida, las redes sociales se llenasen de miles de personas jóvenes rezando por su recuperación
Ignacio Belzunce Manterola
Sacerdote del Opus Dei
En 1994 se licenció como Ingeniero Industrial en la Escuela TECNUN, de la Universidad de Navarra en San Sebastián. Fue ordenado sacerdote el 2 de junio de 2001. En sus 23 años de sacerdocio llevó a cabo una intensa labor pastoral con niños y jóvenes, como capellán de los colegios El Prado, Madrid, entre 2002 y 2014; Montealto, Madrid, entre 2014 y 2023; Miravalles, Pamplona, el curso 2023-2024; y finalmente en Orvalle, Las Rozas, el curso 2024-2025.
«¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?», escribió Lope. Esto es lo que me viene a la cabeza al escribir el obituario de Ignacio Belzunce Manterola. ¿Qué tenía Ignacio, que su amistad procurábamos quienes le conocimos? Y ya puestos, ¿Qué tenía Ignacio para un obituario en un medio prestigioso como este?
Porque Ignacio era una persona y un sacerdote muy «normal». No producía podcasts, no publicó artículos o libros, ni siquiera su propia tesis doctoral en teología (más sobre esto, luego). Más aún, en una de nuestras innumerables salidas en bicicleta me comentó su percepción de que su predicación no era lo suficientemente atractiva para las niñas de bachillerato que en aquel momento atendía en su labor pastoral. Pero algo tenía ese sacerdote para que, tan pronto como se conoció la gravedad del accidente ciclista que le costó la vida, las redes sociales se llenasen de miles de personas jóvenes rezando por su recuperación, hasta el punto de que aquello se convirtió en un fenómeno viral.
Sin duda, 23 años de sacerdocio en el Opus Dei, más el hecho de haber sido capellán de colegios grandes, ayuda a ser conocido y apreciado, pero no lo explica suficientemente. Lo de Ignacio iba más allá. Y aquí es donde entra lo de su tesis doctoral.
El año pasado publiqué un pequeño ensayo sobre celibato, matrimonio y vocación, temas que a los dos nos interesaban mucho por la necesidad que tiene la Iglesia de vocaciones en esos ámbitos, tan relacionados entre sí. Fue un libro sobre el que pedaleamos mucho (sin comillas, literalmente) en nuestras rutas ciclistas. Mientras yo le exponía mis ideas, Ignacio me hacía preguntas con una humildad y delicadeza deliciosas, en la mejor tradición de la mayéutica. Su tesis doctoral de 2003 se tituló El matrimonio como alianza, y eso tiene todo que ver con el cogollo de lo que quise decir en mi libro. Lo del tema de su tesis lo he sabido recientemente, por casualidad, porque Ignacio nunca lo mencionó. Y hay que decir que una tesis dirigida por Antonio Miralles es, como poco, sinónimo de rigor académico y exigencia de conocimiento profundo del asunto por parte del doctorando.
En la noticia sobre su fallecimiento que publicó en su web el colegio Orvalle, su último colegio, se recoge lo siguiente sobre Ignacio: «Cada mañana se proponía 'escuchar, escuchar y escuchar a los alumnos. Así es como se aprende'». Pienso que esta frase da en el clavo y recoge el enorme atractivo de Ignacio. Era un 'salao', no solo por su carácter sencillo y alegre (era de carcajada fácil), sino en el sentido evangélico del término; «vosotros sois la sal de la tierra». La sal da sabor a lo que tiene alrededor, pero no es visible, porque desaparece.
Dicen que los niños dicen ¡oh!, mientras que los cínicos dicen ¡bah! Por eso los niños aprenden y los cínicos no. Escuchar, dar sabor, permanecer en segundo término, maravillarse ante la belleza de cada alma –¡oh!– a la que procuraba hacer consciente de ese «algo» cuya amistad procura Jesucristo, según el soneto de Lope. Características de una forma de ser santo. Que eso es, creo, lo que tenía Ignacio. Lo que tiene.
- Javier Aguirreamalloa es profesor de Finanzas del IESE