Microbios condenados a vivir
Ahí dónde nos quieren llevar, a la obediencia cerril en la que a nadie se le ocurra subir una cruz en lo alto de un monte. ¿Y si el Estado no defiende los intereses colectivos? ¿Revolución? ¿Qué habría pasado si Sánchez no escapa culebreando como una anguila de albufera cuando le dieron con el palo de escoba en la espalda?
Tal vez sea una condición vital genética, desde muy joven convivo con una acusada tendencia a meterme en misiones apoteósicas, vendavales que exigen de mí y de quienes me acompañan respuestas sobrehumanas. Así nació mi última aventura. Me explico: Hace meses, fruto de una excursión de esas sin ton ni son, mi marido Ignacio y yo terminamos en un solar-anticuario en el que yacía abandonada una cruz de hierro forjado de unos dos metros anclada a un bloque de granito de cien kilos. Oxidada y desahuciada llamó mi atención ver aquel símbolo de la pasión de Cristo esperando a ser triturado, corren tiempos difíciles para las cosas de Dios, así que sentí que era necesario su rescate. El trato fue fácil, casi nos pagan por llevárnosla. La cruz estuvo días en el coche con los asientos abatidos y al no tener ninguna posibilidad de ser acopiada en nuestro piso de Madrid, fue trasladada a una finca en Cáceres donde se abandonó a su suerte en un pasto de vacas. Durante meses la dejación y el desamparo indigno del Crucifijo rodeado de limusinas pastantes martilleaba implacable mi conciencia, y a su vez yo martilleaba la paciencia de mi santo marido. Ideamos una solución para devolver a la cruz la dignidad y grandeza que merecía: Había que subirla a lo alto de la montaña, donde todos la pudiesen ver (no sólo las vacas). Durante semanas, el ascenso a la colina de ese campo cacereño fue planificado con cuidado por mi metódico marido con instrucción militar (como todos los hombres de su generación): inspeccionó hasta dónde podríamos llegar con tracción mecánica, cómo seguir a pulso, ideó la transformación de un palé al que incorporó largos mangos emulando los pasos de Semana Santa, buscó el lugar más visible para que se viese desde abajo, pateó y marcó el camino, preparó con un cincel y un martillo una base plana para colocarla y por fin llegó el día de la marcha al monte.
El cielo borrascoso anunciaba complicaciones. Embaucados en el feliz acontecimiento estábamos ocho jóvenes porteadores (hijos, novios de hijas, amigos de hijos, guardeses e hijo) y mi marido con un amigo con trayectoria profesional militar. Entre abuelas, hijas y acompañantes varios se nos montó una romería de unas 20 almas. Parecíamos una película de Visconti. Las vacas y sus terneros huyeron despavoridas al oír los quejidos del esfuerzo que supuso cargar la Cruz sobre la pick up; llegamos todo lo alto que pudimos con el coche, y una vez en la cumbre, las rachas de viento enfilando entre las paredes de granito nos hicieron tambalear. Avanzamos entre inestables cantos afilados, jaras y matorrales pinchosos, caían dardos de hielo, el viento rugía, mi hija, ocupada de la intendencia, se vio arrastrada durante unos segundos y se refugió abrazada a la pesada nevera de las cervezas, el esfuerzo era tal que hubo que parar. Vi entonces una piedra decente y lideré un motín para soltar la Cruz y abortar la empresa antes de que hubiese algún accidente. Mi hermana, médico, argumentó que aquello terminaría mal con lesiones, nuestras palabras minaron el ánimo de los presentes y se desató un guirigay de opiniones encontradas. La revolución: Unos querían seguir, otros volver al calor de la chimenea, otros temían por sus lumbares, la abuela gozaba del espectáculo y votaba que adelante con la Cruz. Todos tenían razón. Entonces, el amigo de formación militar, junto a Ignacio, acallaron el motín y sin atender opiniones dieron la orden de seguir hasta el cumplimiento del objetivo que nos había comprometido. Obedecimos. Las encinas y madroños gimieron maltratados por el viento que nos zarandeaba caprichoso, y contra todo pronóstico la Cruz se llevó hasta lo más alto. Así debe ser cómo se ganan las guerras me dije… Rezamos un Padre Nuestro, imploramos a nuestro Señor por nosotros, por Valencia, por España, cuando un golpe de viento succionó el sombrero de mi hija, lo sacudió hacia el cielo junto a mil hojas otoñales, y se abrieron las nubes. Una señal, sin duda. Lo logramos.
¿Será así todo en la vida? ¿Estamos mejor libres y aislados? ¿Mejor sometidos al bien común? Imagino el principio de las civilizaciones: arrancarle cereales a la tierra, hacer canalizaciones para regar, o dominar las crecidas de los ríos para sobrevivir era una tarea titánica para un solo hombre, pero un grupo unido podía. Esa necesidad de unión de fuerzas y talento nos condena a convivir y por tanto a sentar unas bases de respeto que orquesten nuestras diferentes pasiones individuales y ordenen las colectivas. Dice el ilustre investigador José Antonio Marina que hay una regla de hierro de la evolución social según la cual los individuos egoístas siempre vencen a los individuos altruistas, pero son los grupos de individuos altruistas los que llegan más lejos. ¿Debemos someternos? ¿Hay que rebelarse? Si dominase la selección de los individuales, las sociedades se disolverían, pero si nos sometiésemos al grupo acabaríamos pareciendo colonias de hormigas… debe ser ahí dónde los poderosos nos quieren llevar, a la obediencia cerril en la que a nadie se le ocurra subir una cruz a lo alto de un monte. ¿Y si el Estado no defiende los intereses colectivos? ¿Revolución? ¿Qué habría pasado si Sánchez no escapa culebreando como una anguila de albufera cuando le dieron con el palo de escoba en la espalda?
Tres horas después, tras una buena comida al calor del fuego, salimos admirar la Cruz en lo alto de la montaña. Ahí, entre dos arbustos imberbes y una piedrecilla plana, apenas se percibía una estaca infinitesimal invisible para el ojo humano. Dicen que estamos hechos de vacío y átomos atraídos entre sí, como el universo, que un quark, la partícula más pequeña conocida, atraviesa entre átomos nuestra materia … tal vez seamos sólo eso, bacilos del universo, quarks infinitesimales que nos creemos los amos del mundo protagonizando grandes gestas… En fin, microbios ante la inmensidad intentando organizarse, eso somos.