Luz de Cristo
La resurrección de Cristo no es, como muchos dicen, un consuelo simbólico ni un mito piadoso, sino un acontecimiento real que transforma la historia y la existencia humana
Hoy, Sábado Santo, la Iglesia guarda silencio. Jesús ha sido depositado en el sepulcro. El mundo parece detenido en un instante cargado de dolor y misterio. El cuerpo inerte del Hijo de Dios reposa en la tierra, y en este gran silencio resuena la pregunta más honda que todo corazón humano se ha hecho alguna vez en su vida: ¿Es la muerte el final?
Pero mañana, todo cambiará. La oscuridad no tiene la última palabra. El mundo se iluminará con una luz distinta a la del sol: la luz de Jesucristo resucitado. Una luz que no nace del cielo sino del corazón traspasado del Crucificado, que se alza victorioso. Cristo, el Cordero inocente que se entregó voluntariamente al sacrificio, ha descendido a los infiernos de cada historia humana, a las profundidades de nuestros abismos para enfrentarse al más temible de los enemigos, que desde el inicio nos ha acechado llenando nuestro corazón de dolor: la muerte.
Aquel que en la cruz parecía un derrotado, hoy se revela como el Guerrero vencedor. Su batalla no fue una lucha de poder, sino de amor. Saboreó hasta lo más hondo del sufrimiento humano, habitó la soledad del sepulcro, asumió la impotencia, la angustia, el abandono. Y desde allí, con la fuerza humilde de su entrega, rompió las cadenas del pecado, del odio, del egoísmo… y de la muerte misma.
La resurrección de Cristo no es, como muchos dicen, un consuelo simbólico ni un mito piadoso, sino un acontecimiento real que transforma la historia y la existencia humana. Porque Jesucristo no ha resucitado solo para sí mismo: ha querido asociarnos a todos a su victoria. Ha abierto para nosotros las puertas de la vida eterna. Ha hecho posible lo impensable: que nuestra vida no termine en la nada, sino que siga sucediendo en el amor.
Por eso, esta noche, la Iglesia entera estallará en un canto de júbilo: ¡Aleluya! Cristo ha resucitado, y su victoria es nuestra. No vivimos para la muerte, sino para la Vida. No nacimos para desaparecer, sino para ser recreados por el amor de Dios. Esta es la esperanza que sostiene al cristiano: que en Cristo, lo definitivo no es la tumba, sino la eternidad. Que el amor es la fuerza más poderosa que existe en el universo y que por medio de la fe en su resurrección nos llenamos de ese amor sin límites.
Mañana brillará la luz de un día nuevo. La luz de la Pascua. Y en ella, los cristianos veremos resplandecer la promesa de una vida que no tiene fin.