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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Depardieu, «monstruo sagrado»

Fue fervorosamente venerado. Es fervorosamente linchado. Las dos cosas son lo mismo. El fervor es la pasión humana más primaria. Y, pues, la más aterradora

Actualizada 01:30

Para la tribu humana, nada hay más placentero que descuartizar a un animal sagrado. Se despieza estos días, en París, a la más sagrada bestia escénica francesa del último medio siglo. Gérard Depardieu tuvo la dimensión de tótem con la que a muy pocos invisten sus creyentes. Y debe dispensar ahora el espectáculo sacrificial que sólo está a la altura del largo beneficio recibido de la extática plebe. Fue fervorosamente venerado. Es fervorosamente linchado. Las dos cosas son lo mismo. El fervor es la pasión humana más primaria. Y, pues, la más aterradora.

Es éste el primero de los juicios que harán irrisión de lo que ya ha consagrado la peor prensa popular como un «monstruo sagrado». Por una vez, la denominación no es del todo falsa. Elevar a los altares a una criatura, al fin idéntica en su esencial precariedad a todos, es trocar su trivial humanidad en deidad aberrante: todo mortal deíficamente travestido es un monstruo. Pascal lo diagnosticó hace mucho: diseñar ángeles es manufacturar bestias. Y, una vez que la bestia ha sido portentosamente exhibida al universo humano, ¿qué espectáculo más exaltante puede ser imaginado que el de su operístico desguace?

Tras ese primer procedimiento judicial, otros aguardan. Más graves. Consiguientemente, con mayor carga penal. Y no, no es lo que se dice una figura amable, la del actor francés: enorme, en todos los sentidos; excesivo en cada uno de sus gestos; desacertado en casi cada una de sus palabras fuera de la escena, si es que el actor estuvo alguna vez fuera de escena. Este, que empezó anteayer, asombra sólo por su trivial contenido de gestos y actitudes obscenas. Tal vez, porque el exceso llama al exceso. Y porque amalgamar el histrionismo actoral y el histrionismo vivido arrastra a las ambigüedades más confusas. Al final, el espectáculo y la vida trastruecan sus disfraces. Y ya nada se distingue, y ya nada va a salvar al hombre devorado por las máscaras de los que fueron sus papeles, cuando todo en su vida se ha convertido en papel, en máscara. Es la fascinante «paradoja del actor», que en 1773 cincelase el agudísimo Denis Diderot.

No entraré en la materia de este primer juicio, cuya vista oral, apenas iniciada, es de momento sólo asunto de la sala que juzga. Es el escalón final de una historia de grosería casi legendaria. Un gran actor y un patán barriobajero: sobre esa doble cara se han jugado los rodajes de Depardieu. Desde sus años de gloria, hasta estos de su actual caída. En los años de gloria, todos —y todas— los del gremio proclamaban esa vulgaridad como un rasgo más de su encanto: «las cosas de Depardieu, ya sabes». Una vez la deidad caída, ninguno —sobre todo, ninguna— se priva del trofeo de haber sido la víctima de un sujeto repugnante. Y esa amalgama lo enturbia todo.

Las dos caras son ciertas, probablemente. Nadie queda a salvo, moralmente a salvo, de la erección de ese arquetipo del «animal sagrado»: cosa de culto y, después, de sacrificio. Borges: El informe de Brodie, 1970:

«La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto… Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan, le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna…, en la que sólo pueden entrar cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna, lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o talismán. En tales casos, lo común es que muera inmediatamente, bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos».

Es el destino de los efímeros dioses de la tribu.

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