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Al bate y sin guanteZoé Valdés

La cruz

La cruz es el símbolo de un pacto, el pacto de Dios con David, en el reino de los cielos, descendido a la Tierra mediante el Mesías; la cruz es la continuidad del sufrimiento en la búsqueda de la verdad en Cristo

Actualizada 01:30

Hace algún tiempo una persona me preguntó qué era lo que me atraía de La Pasión de Cristo, no tuve que pensar mucho para responderle que lo que encontraba realmente fascinante en el sacrificio de Cristo era la cruz, su cuerpo herido clavado en el madero, la posición de los pies, las caderas ligeramente ladeadas, sus brazos extendidos a ambos lados, los clavos en sus puños, ese rostro magnífico de la perseverancia pese a todo, tumbada la barbilla sobre el pecho debido a la fatiga provocada por el intenso dolor, la cabellera y las sienes de donde emanan gotas de sangre, y la corona de espinas que opaca cualquier luz para imponerse como un fulgurante anhelo que es el de la pasión y el ideal del apostolado. Cristo, la verdadera luz en la cruz, desde mi infancia, constituía para mí el amor eterno: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, y el Así Sea, el Amén del acuerdo imperecedero en la oración.

La cruz es el símbolo de un pacto, el pacto de Dios con David, en el reino de los cielos, descendido a la Tierra mediante el Mesías; la cruz es la continuidad del sufrimiento en la búsqueda de la verdad en Cristo, y al fin el hallazgo en el bautismo, la comunión, la confirmación, el esposado, y la espiritualidad entera tras la entrega absoluta.

Llevo tiempo en meditación, ese estado de contemplación, cuando se desea tanto algo, pensando acerca de una libertad que sé que mi país tardará en alcanzar, la libertad que jamás alcanzaré, la libertad que en Occidente perdemos a diario, que cuando la tuvimos no supimos valorarla. Mi cruz es precisamente esa conquista diaria de la libertad, semejante combate me ha fragilizado física y psíquicamente, pero me ha fortalecido el alma. El alma sostiene el resto.

En los Evangelios San Juan cuenta que la sangre se sedimentó en la herida del costado de Cristo, más tarde científicamente se ha probado que al doblarse en la cruz, el peso del dolor pasó a ser tan agudo que Jesús sufrió la doble pena: la de las heridas, la de la carga de la cruz, que podemos interpretar como una agonía que dejó de ser física para mutar en pena espiritual, al soportar el peso del mundo, la gravedad de la vida, el desasosiego de la humanidad.

Vivir en el milagro de la cruz y de la resurrección constituye el centro de la prodigiosa cultura occidental. Jesús es un verso inagotable de creación, la gran poesía que construye en la fe y el amor, frente a cualquier prueba por muy dura que sea.

Cristo es belleza, emoción, perdurabilidad de la carne en el espíritu, la cruz es pensamiento y calvario, el cumplimiento de las Escrituras. La cruz es el sudor y la sangre mezclados en la concordancia de la sábana que cubre el cuerpo que mayormente ha sido adorado en la historia de nuestra cultura, porque la desnudez estigmatizada invita a la reflexión, al enigma.

Durante años no me preguntaba por la resurrección que vivía en mí de forma natural, sino más bien por el destino del madero, de la huella de aquel hermoso cuerpo en el puntal. «Ser cristiano es nacer de un misterio que es huella pascal, nacer del amor de la vida y la muerte de Cristo», le oigo decir al Abad Guy-Emmanuel Cariot. «Cristo me ha amado y se ha liberado por mí». Su libertad es la mía. Creyendo en él, elevado en la cruz, soy libre.

«El hombre vive de darse», escribió José Martí, el Cristo de Cuba y el sacrificado de América, supongo que esa frase tan sencilla, hermosa por su humildad, le fue inspirada por el amor a Cristo, y su poética interpretación de la pasión y de la cruz. Nadie amó más que José Martí a su tierra, a la mujer, a la belleza, a la libertad. Y con ese amor que sólo los hombres profundamente cristianos saben entregar, compuesto por el misterio inmenso y único de Cristo en la cruz.

Al entrar en una iglesia, invariablemente busco la cruz, allí, al fondo, en el centro, ella me asegura, me reafirma, me dulcifica, me reconforta. ¿Es egoísta de mi parte? Me lo he preguntado tantas veces también, pero jamás he hallado la respuesta, una solución que me satisfaga, que me despoje de mí misma con mis pobres reacciones egotistas.

Recuerdo haber entrado en la Iglesia de La Merced, en La Habana Vieja, de la mano de mi abuela, ella siempre se dirigía a la cruz, con aquel Cristo tan hermoso que el primer ideal de hombre que tuve en mi vida fue él, y musitaba el comentario que ya era de rutina: «La cruz es perfecta porque Jesús es perfecto». De origen irlandés mi abuela era profundamente devota; todavía hoy cierro los ojos y puedo oír el bisbiseo de sus oraciones, arrodillada a mi lado, el rosario de nácar en la mano, en aquella iglesia donde hice la comunión, a pocos pasos de la casa natal de José Martí. Vivir en Él es la verdad más grande y la libertad más hermosa.

Bendecida Semana Santa a todos.

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