Cartas al director
¡No vuelvo al baño!
Hace unos días, en uno de los baños de mi centro de trabajo, vi grabado en un dintel de una puerta el siguiente enunciado: «odio el sistema», coronado con la típica a mayúscula dentro de un círculo.
Tan pronto como lo leí, me pregunté, ¿por qué alguien habrá escrito esto?, e, inmediatamente, me sobrevino un tremendo desasosiego, porque pensé que, si el autor se hacía la misma pregunta que yo, quizá hallaría respuesta, encontraría una causa, una causa por la que, además, debería luchar: odiar, como leitmotiv existencial. Y es que las causas son esencialmente emocionales, sentimentales, afectivas, irreflexivas, irracionales, en definitiva, y, consecuentemente, potencialmente peligrosas.
En estos tiempos que vivimos, me parece, hay una gran inflación de causas por las que «luchar», por tanto, por las que es justificable ejercer algún tipo de violencia. Y cuando se abren las puertas del Gobierno de los asuntos públicos a quienes abanderan causas, acaba pasando que, a menudo, por una especie de enfebrecido ataque de buenos sentimientos, se administra como antipirético la violencia, cuyo fundamento es el odio.
Así, se puede observar, por ejemplo, que no se utiliza el Parlamento para aclarar o acordar, sino para humillar; las leyes no se redactan para mejorar, favorecer o liberar, sino para someter, acusar o doblegar; las comparecencias públicas, no para dar explicaciones de lo hecho, sino para ofender, deshonrar o denigrar; la noción de bienestar, para censurar, amedrentar o prohibir; el animalismo, para deshumanizar, perseguir o multar. Y, de este modo, el rencor y la animadversión se convierten en el «autojustificado» procedimiento estándar para mejorar la vida de la gente, que no de las personas, porque estas son reales, poco importantes, mientras que aquella es algo más elevado, un concepto.
En el fondo, la verdad, tengo la sensación de que, frecuentemente, aquellos que alardean de navegar en el campo semántico del ateísmo, la laicidad, el agnosticismo, el anticlericalismo, etc., lo hacen porque, realmente, creen firme y profundamente en la creación, porque, si no, ¿a qué pelear tanto por destruir?