Cartas al director
La hoja roja
Me siento hastiado de tanta política. De un día para otro, sin avisar, cada vez que miro el Casio se me viene a la cabeza una de sus funciones, funciones que jamás he utilizado, pues me compré un modelo muy completo sólo para exigirle después que me de la hora y el día.
Ni cronómetro, ni alarmas, ni usos horarios… Botones muy pequeños, dedos demasiado grandes o no saber qué hacer. La función a la que me refiero es el temporizador de cuenta regresiva, versión electrónica de la hoja roja que traían los librillos de papel de fumar y que cuando aparecía nos avisaba de que teníamos que ir pensando en renovarlo. La vida, todavía, no la podemos renovar.
La hoja roja, la novela de Delibes, llegó a mis manos cuando tenía dieciséis años en la edición de la Biblioteca Básica Salvat, aquellos libros RTV, y venía en el lote que nos regalaron en TVE por acudir a Cesta y Puntos. A algunos estos libros nos sirvieron para desasnarnos, iniciarnos en el placer de leer y fueron el humilde origen de nuestra futura biblioteca, a otros, como a tantos españolitos de a pie, para colocarlos en un lugar de honor del mueble bar donde reposaron hasta que Planeta impuso la necesidad y la primacía de la Larousse.
No es mi caso el del jubilado Eloy, más bien el de Papuchi Iglesias, mi colega; Rufi está a mi lado y los niños, pequeños aún, me absorben más tiempo del que quisiera, pero la jubilación, los setenta, no dejan de ser hoja roja y el reloj, sinécdoque de lo mismo.
No podemos evitar lo inevitable y algo habrá de tanatofobia, pero como Gistau, o eso quiero creer, me siento obligado a permanecer aquí mientras ellos puedan necesitarme.