Cartas al director
El Rocío de Don Blas Femo
Era D. Blas uno de esos tipos que nunca ahorraban una coz contra todo lo divino. Y no porque se le escapase en momentos de arrebato, sino porque le brotaba como algo natural, como una muletilla más de su rico lenguaje y su «personalidad fuertemente expresiva», de la que tan orgulloso se mostraba el muy bobo. Siempre dispuesto en su evacuadora actitud mental a proferir las más groseras ordinarieces hacia Dios o hacia Su Santa Madre, si a veces alguien le reprendía por tan laxante verborrea dirigida contra lo más sagrado, contestaba muy crecido y muy chulesco, que a él nadie tenía que decirle nada, que él era libre y bastante mayorcito, y que se lo hacía encima de quien le diese la gana, por muy alto que estuviera en la tierra o en el cielo. Constituía sin duda D. Blas una envidia para los pacientes estreñidos.
Pero cuando venían estos días tan señalaítos, comenzaba a hablar del Rocío... de ese pedazo de casa que alquilaba con sus amigotes, de lo bien que se lo pasaban... y del polvo del camino. ¡Ay, el Rocío! En él D. Blas se nos transformaba milagrosamente removido por esa emoción lacrimógena que genera el generoso trasiego del vino. Y entonces, ¡no encontrábamos en la aldea medalla más grande que la suya, ni otro que alzase más la voz marcando vena en el cuello como surco de carreta invitando a todo el mundo a cantarle... a la Señora, a bailarle... a la Señora, a beber... por la Señora! Es una de tantas cosas buenas que tiene el Rocío: que tipejos tan ridículamente absurdos, fatuos e incoherentes como éste, dejaban de blasfemar durante unos días al año.