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Editorial

Ucrania somos todos

Lo que ahora pretende Putin con Ucrania es lo que Hitler buscó, y obtuvo, con los Sudetes. En Múnich, en 1938, una conferencia que reunió al alemán Hitler, al italiano Mussolini, al británico Chamberlain y al francés Daladier decidió aceptar las exigencias nazis para evitar los males mayores

Actualizada 04:36

La crisis que Putin viene provocando en torno a Ucrania tiene solo un propósito: reconstruir el espacio territorial y político de la Unión Soviética, que el autócrata ruso famosamente echó de menos al manifestar que la desaparición de la URSS había sido «la mayor tragedia geopolítica de los tiempos modernos». Y tiene sólo una solución: que Putin llegue a comprender que cualquier acción bélica contra Ucrania sería respondida por una acción bélica paralela de los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. A la postre, Putin desearía repetir la historia de Crimea, cuando en 2014, en contra de cualquier atisbo de la legislación internacional, ocupó y anexionó la península ucraniana sin que, por parte de la administración estadounidense presidida por Barack Obama, o por la de sus aliados en la OTAN, hubiera otra respuesta que condenas genéricas y alguna sanción económica específica. Condenas y sanciones fácilmente digeribles por Putin en el camino de alcanzar su diseño neoimperial.

Justifican los rusos sus amenazas alegando que Ucrania fue siempre rusa y que por lo tanto tienen concedida la potestad para recuperarla, incluso por las armas, y que además EE.UU. y la OTAN vienen practicando una política de hostigamiento hacia Moscú traducida en la ampliación de la Alianza hacia el Este de Europa y en la posibilidad de que la misma Ucrania siga el camino de no pocos de sus vecinos y antaño compañeros en la dictadura soviética solicitando y obteniendo la entrada en el conjunto político militar.

La verdad es que Ucrania tiene tanto de rusa como de polaca o de ucraniana. Bien lo saben los polacos, que siempre han considerado a Lviv, antes Lwow, antes Lemberg, antes Leópolis, la más bella de las urbes polacas. Y en cualquier caso esos sueños nostálgicos poco tienen que ver con el orden internacional nacido tras la II Guerra Mundial al amparo y según las reglas de la Carta de las Naciones Unidas: Ucrania, como otras repúblicas soviéticas, decidió declararse independiente tras la desaparición de la URSS en 1991, adquiriendo la plena estatalidad nacional e internacional, que incluso la Federación Rusa reconoció en 1994 al firmar con el Gobierno de Kiev, y con las garantías de americanos, británicos, franceses y chinos, el llamado «Memorandum de Budapest» por el que los ucranianos cedían a Rusia los armamentos y dispositivos nucleares que la URSS había desplegado en el territorio ucraniano a cambio de garantizar la «integridad territorial y la independencia política» del nuevo Estado. 

La OTAN, por su lado, decidió la ampliación hacia el Este de Europa en respuesta a las peticiones que recibió de todos aquellos que durante decenios se habían visto sometidos al yugo dictatorial del sistema estalinista –Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia, Chequia– y con la finalidad de encontrar amparo para su recobrada libertad y para las paralelas necesidades de seguridad. No fue el resultado de un maligno diseño otánico para acobardar y aislar a la heredera de la URSS. Tiene muchas notas positivas la OTAN en su haber. La principal de ellas es no haber iniciado nunca una acción bélica y haber sido capaz de disuadir con sus medios políticos y militares cualquier intento de agresión contra cualquiera de sus miembros. 

Es perfectamente compresible y laudable el esfuerzo occidental para encontrar soluciones pacíficas y diplomáticamente negociadas a la crisis, aun teniendo en cuenta que en su nacimiento nadie que no fuera Putin ha tenido parte. Como también es hasta cierto punto comprensible que en tal esfuerzo se cargue la nota en las negativas consecuencias económicas que para Rusia tendría la acción bélica contra Ucrania y se eviten palabras mayores que hicieron referencia a la utilización de la fuerza militar. Pero posiblemente sea ello lo que Putin espera para desencadenar su acción. Esto tiene mucho de cálculos sobre acciones y reacciones y no resulta exagerado prever que lo que ahora busca Putin con la totalidad de Ucrania es lo que en su momento obtuvo al anexionar Crimea: un paseo militar. Pero nos encontramos ante una evidente y nueva sensibilidad: las reacciones interiores y exteriores que ha provocado la torpeza de Biden al admitir que podrían ser consentidas «pequeñas incursiones» rusas en Ucrania, muestran hasta qué punto la hora del mundo tiene ahora una nueva urgencia: impedir que el capricho territorial y político del autócrata de turno desemboque en una nueva Guerra Fría, regida por las «zonas de influencia» en las que las grandes potencias a su antojo dictan las normas de conducta de los Estados y comunidades de su pertenencia. Por no deducir que la gravedad del proceso podría llevarnos a otra guerra, pero esta desgraciadamente «caliente».

De la dimensión de la crisis ofrecen buena noticia las comparaciones históricas que en estos días son ya moneda corriente en cenáculos, medios de comunicación y cancillerías. Lo que ahora pretende Putin con Ucrania es lo que Hitler buscó, y obtuvo, con los Sudetes, la parte de Checoslovaquia habitada por minorías alemanas. En Múnich, en 1938, una conferencia que reunió al alemán Hitler, al italiano Mussolini, al británico Chamberlain y al francés Daladier decidió aceptar las exigencias nazis para evitar los males mayores anunciados en las pretensiones germanas. Chamberlain presentó los resultados como «la paz de nuestro tiempo». Churchill, todavía jefe de la oposición conservadora, increpó al primer ministro británico anunciándole, proféticamente, que «había tenido la opción entre la guerra y la indignidad. Ha escogido la indignidad y tendrá la guerra». La Alemania nazi y la URSS invadieron Polonia un 1939. Chamberlain dimitió de su puesto en 1940 al grito de «váyase, en el nombre de Dios», proferido por sus mismos correligionarios. 

Inevitablemente no faltan los que creen adivinar paralelismos entre Putin y Hitler o entre Chamberlain y Biden que, con independencia de su mayor o menor razonabilidad, nos llevan de nuevo a Jorge de Santayana: «Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». El mundo occidental, el que se tiene por civilizado, el que cree en el Estado de derecho, en el respeto a los derechos humanos y en la calidad de la democracia, no puede permitir que las amenazas de Putin se cobren una nueva pieza. Que en realidad es la última que nos queda en las manos: un mundo en paz. Y en libertad. Dentro de lo que cabe.

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