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Editorial

Escándalo en el Tribunal Constitucional

Es inaceptable que el Gobierno oriente con tanto descaro la Corte de Garantías a blanquear sus excesos con sus delegados en el órgano

Actualizada 08:37

La negativa de la mayoría «progresista» del Tribunal Constitucional a aceptar la abstención voluntaria de una de sus vocales, Concepción Espejel, en el debate sobre el recurso de 2010 del PP a la ley del aborto no es una apuesta pedagógica por consolidar la idea de que es posible compatibilizar la conciencia propia con la independencia profesional.

Todo lo contrario, se utiliza de manera espuria el caso de una profesional decente para, en el futuro, garantizar la participación en las decisiones de la Corte de Garantías de aquellos magistrados y juristas nombrados por el PSOE, de clara militancia o, incluso, colaboradores directos de Pedro Sánchez.

El objetivo es evidente, y forma parte de la misma tarea de demolición de la independencia judicial que este Gobierno impulsa desde su nacimiento: contar con sus delegados en el Alto Tribunal para que le «afinen» todos aquellos asuntos que quizá nunca prosperarían de no haberlo convertido en una extensión política de las decisiones e intereses de la Moncloa.

La manipulación es tan burda como quizá fraudulenta. Con ella se derriba el prestigio de un Tribunal que debe ser el último recurso ante cualquier exceso eventual que comprometa la hegemonía de la Constitución. Pero en realidad lo que este Gobierno quiere es que el Constitucional se convierta en el órgano blanqueador de todos sus excesos.

Ésa es la idea, y para eso nombraron a Cándido Conde Pumpido, Juan Carlos Campo o Laura Díez, de fidelidad contrastada al sanchismo, con el que han sintonizado de manera evidente, cuando no formado parte directa de él desde el Consejo de Ministros o el Gabinete de la Presidencia.

El rechazo al recurso del PP, insólitamente resuelto en pocos días con el nuevo Tribunal tras casi 13 años de espera, es la piedra de toque de lo que puede ocurrir en adelante cuando se trate cualquier asunto de trascendencia constitucional y la mayoría del órgano esté más pendiente de no desairar el Gobierno que de cumplir con su función, sustentada en la autonomía y condicionada por los valores, la letra y el espíritu de la Carta Magna, hoy más amenazada que nunca.

Porque el papel ensayado con la legislación en contra de la vida permite intuir cuál será la actitud del Tribunal Constitucional cuando se deba dar el visto bueno o anular otros asuntos tan importantes como la llamada ley trans o, no digamos, la cohesión territorial de España, en almoneda como nunca por los peajes de Sánchez con sus socios independentistas.

El abordaje a la Justicia encabezado por Sánchez le define desde su primera investidura, y ya se ha cobrado la autonomía de la Abogacía del Estado, de la Fiscalía General y del Tribunal Constitucional, en una afrenta sin precedentes a la esencia misma de la democracia, definida por la separación de poderes. Algo en lo que Sánchez no cree y que alguien, cuando le suceda, va a tener que restituir con urgencia. Mientras, es de desear que la porción de la judicatura que recuerda aún su función, resista el ataque y no se doblegue ante nadie.

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