Sánchez, un escándalo de altos vuelos
El líder socialista sigue usando recursos públicos para fines privados y partidistas, en un alarde de caciquismo inadmisible en una democracia
El presidente del Gobierno puede y debe disponer de los recursos públicos para el correcto desempeño de su función. Y éstos deben estar a la altura de su cargo y de la representación que ejerce en nombre de España, dentro y fuera de sus fronteras.
Nadie puede discutir eso, sin incurrir en la demagogia más empobrecedora, como tampoco que disponga de una retribución elevada y de un equipo profesional a su alrededor, suficiente en calidad y cantidad, con la que poder atender sus exigentes objetivos.
Pero no es eso lo repudiable en Pedro Sánchez, sino lo que, a partir de ahí, hace con reiterado impudor, al margen de las normas, en contra de los recordatorios oficiales y en nombre de intereses ajenos a su magistratura.
Eso es lo que ha venido contando El Debate, con documentación oficial, al respecto del uso de la flota aérea, convertida por él en una herramienta al servicio de sus intereses partidistas y actividades personales.
Así ha quedado en evidencia, por enésima vez, con la utilización espuria de ingentes recursos públicos para organizar, con la excusa de una Cumbre Iberoamericana en la República Dominicana, un cónclave de dirigentes reunidos en torno a la Internacional Socialista, una entidad privada que él mismo preside.
Que a todo un presidente haya que recordarle que no se pueden explotar herramientas del cargo para atender caprichos o intereses ajenos a su condición es lamentable. Y que, al comprobarse el abuso, él y su equipo se lancen agresivamente contra el periódico que ha publicado las informaciones, simplemente intolerable.
Porque con Sánchez, en este punto, llueve sobre mojado: la propia Audiencia Nacional, en una resolución sin precedentes, le impuso la obligación de dar cuentas del uso del Falcon, el Airbus, los Puma o cualquier otro transporte para eventos ajenos a su Presidencia.
Y el Consejo de Transparencia le ha reprendido, de manera sistemática, por intentar tapar sus excesos apelando a su integridad o protegiéndolos como secreto de Estado.
Si alguien debía mantener la ejemplaridad en sus cotas máximas es quien, para llegar por primera vez al poder, apeló a la higiene democrática como excusa para justificar una moción de censura con la que obtuvo, en los despachos, el premio que le habían negado las urnas de forma reiterada.
Pero si alguien ha hecho lo contrario es, precisamente, quien se presentaba como gran heraldo de la transparencia y luego la ha dinamitado con una sevicia impropia de su elevado rango. Que a tantos abusos le añada, además, un señalamiento feroz y falaz de los medios de comunicación que contamos y documentamos todo, termina de retratarle como un dirigente caciquil y convencido de que España es su cortijo.