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Editorial

Ultracatólica y antiabortista no: católica y provida

La indecente persecución a una dirigente valenciana por su fe y sus convicciones morales supera todas las líneas rojas

Actualizada 01:30

Los partidos de izquierda y sus terminales mediáticas han sobrepasado todas las líneas rojas con la campaña de acoso e insultos a la nueva presidenta de las Cortes Valencianas, Llanos Masó, aupada al cargo por el pacto entre el PP y Vox que ha puesto fin al Gobierno vigente hasta su estrepitosa derrota el pasado 28 de mayo.

Calificar despectivamente de «ultracatólica» y «antiabortista» a una dirigente legítima y a un ser humano digno de respeto sobrepasa el ancho territorio de la crítica para adentrarse en el de la persecución ideológica, profanando valores, creencias y sentimientos dignos de respeto personal y de protección constitucional.

Tildar de «ultracatólico» a alguien que profesa el catolicismo, de manera voluntaria y sin imposiciones a nadie, no solo significa profanar la intimidad de una persona, sino además denigrar con una caricatura los valores que defiende, en el uso de una libertad de fe definitoria de las verdaderas democracias.

¿Se atreverían acaso a descalificar con tanta inquina a una personalidad que exhibe otras creencias bastante menos habituales en Europa? Y lo mismo cabe decir del desprecio desplegado contra quienes, simplemente, consideran que la vida es el primero y el máximo de los derechos humanos.

¿Cómo se puede presentar la oposición al aborto como un rasgo distintivo del radicalismo político? ¿Acaso puede haber algo más lógico y decente que anteponer el nacimiento de un feto a la interrupción del proceso de gestación que le daría la vida sin duda?

Oponerse al aborto es un acto de decencia personal. Y ofrecer alternativas económicas, sociales y de todo tipo ha de ser una obligación del Estado, que no puede convertir el último recurso, a la desesperada, en el único que ofrece a las embarazadas.

Pero más allá del debate concreto sobre la interrupción del embarazo, que este Gobierno pretende poner de moda y casi imponer como condición indispensable para el verdadero empoderamiento de la mujer, queda el ejercicio de intolerancia y de conculcación de derechos fundamentales recogidos en la Constitución.

Tener y practicar una fe no es algo oprobioso, sino todo lo contrario, y señalar por ello a personas anónimas o públicas, un acto de indignidad y de degradación democrática incompatible con un Estado de derecho digno de ese nombre.

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