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Editorial

No crecen los salarios: suben los impuestos

El Gobierno redobla su política empobrecedora, perjudica a las empresas y daña a los trabajadores

Actualizada 01:30

Con una mezcla de negligencia y demagogia, el Gobierno ha decidido subir el Salario Mínimo Interprofesional otro 5 por ciento, lo que supone acumular un incremento medio cercano al 50 por ciento en apenas seis años, el tiempo en el que España ha perdido alrededor de 50.000 empresas.

Ese contraste entre el tremendo repunte de los costes laborales y la destrucción del tejido productivo se completa con varios datos más, a cuál más devastador: el poder adquisitivo de los españoles está en niveles de 2007; el mercado laboral sigue lastrado por el mayor paro de Europa pese al burdo maquillaje contable; la presión fiscal ha subido como en pocos países de la OCDE y las cuentas públicas están sumidas en el pozo de la deuda y el déficit.

No son presagios agoreros, sino conclusiones extraídas de los datos oficiales, saneados ficticiamente por un Gobierno irresponsable que endulza la realidad con todo tipo de trampas para simular un progreso inexistente.

Porque en España todos se han empobrecido, de forma clamorosa, a excepción del Gobierno, que hace un impúdico negocio doble con la pobreza: de un lado la aprovecha para consolidar un régimen clientelar, sustentado en un inviable catálogo de subvenciones al objeto de generar dependencia electoral. Y de otro, se nutre de la inflación y de la política tributaria, cercana ya a la confiscación, para extraer de empresas y trabajadores los recursos con los que sufragar su apuesta asistencial.

Y es ahí donde hay que ubicar la artera subida del SMI, ubicada en esa línea de criminalizar al empresariado, engañar al trabajador y mejorar los ingresos del Gobierno, el gran especulador de la crisis financiera, económica, laboral y productiva que perjudica a España.

Porque subir el SMI sin tener en cuenta el estado real de las empresas es, de entrada, una manera de abocarlas al cierre, las pérdidas, los ajustes laborales, el freno a la contratación o la subsistencia: se trata de subirles los impuestos, sin más, con la excusa de mejorar las condiciones de sus empleados.

Algo muy deseable en un país con sueldos bajos y costes de la vida disparados, pero que no se puede lograr por decreto: solo la prosperidad genera mejores retribuciones, y solo con empresas sanas y rentables puede confiarse, de manera natural, es un avance de las expectativas salariales de sus plantillas.

Desechar esa evidencia coloca al Gobierno de España al lado de otros, sobre todo en América del Sur, en los que el intervencionismo de sus dirigentes en la regulación salarial, el mercado de vivienda o hasta la alimentación ha provocado más desempleo, menos oferta inmobiliaria o estanterías vacías en las superficies comerciales.

En este caso, además, se daña a los trabajadores: de no ser por la intervención del PP, al menos la mitad de la subida del SMI se quedaría en manos del Gobierno, que ha aceptado a regañadientes deflactar el IRPF para las rentas más humildes para evitar que esa aparente mejora acabe en manos de la Agencia Tributaria y la Seguridad Social.

Pero el resto de los empleados sí notarán el efecto en cascada de esas operaciones de ingeniería fiscal: cambiarán sus bases de cotización, con el subsiguiente incremento de las retenciones en sus nóminas, y pagarán probablemente más cuando les toque hacer la declaración de la renta.

No gana nadie, pues, salvo Sánchez y Díaz si consiguen instalar la falacia de que el bienestar general depende de sus nefastas «políticas sociales», el disfraz que se pone un insoportable camino hacia el expolio fiscal, la ingeniería social y la destrucción de la economía productiva.

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