Tácticas mafiosas contra Ayuso
El uso del aparato del Estado para perseguir a un rival político supone un paso más en la deriva autoritaria y caciquil de un presidente lamentable
El acoso a rivales políticos utilizando el aparato del Estado es una técnica mafiosa impropia de regímenes y dirigentes democráticos que, en el caso de España, empieza a formar parte del catálogo rutinario de recursos del Gobierno cuando se ve en aprietos.
La cacería contra Isabel Díaz Ayuso, y por extensión contra la Comunidad de Madrid, no es nueva. Se experimentó con la pandemia, decretando una especie de «155 sanitario» exclusivo para la autonomía madrileña o transformando la mortalidad de las residencias de mayores en una especie de acto criminal de la presidenta.
Se perfeccionó con el acoso al hermano de la dirigente popular, transformando su actividad profesional en un escándalo artificial, sobreseído por las fiscalías española y europea pese a la movilización de herramientas institucionales, políticas y mediáticas para derribar a la titular de la Puerta del Sol.
Y se ha rematado con una infumable campaña de hostigamiento a la pareja de Ayuso, con la aparente utilización perversa de la Agencia Tributaria y de la Fiscalía de Madrid para fabricar otro caso fabulado que dañe a uno de los personajes políticos más odiados por Sánchez, incapaz de derrotarla en las urnas pese al reiterado juego sucio.
Más allá de las características del caso, que no es más que el desajuste habitual entre las previsiones de pago de los contribuyentes y la voracidad recaudatoria del fisco y se solventa con una declaración paralela y, llegado el momento, un recargo o una sanción económica; lo verdaderamente inquietante es constatar la ausencia de límites de Sánchez y la perversa explotación de las instituciones del Estado para ajustar cuentas con la disidencia definitoria de una verdadera democracia.
¿Está Sánchez intentando silenciar a Ayuso, y más tarde a cualquiera, fabricando montajes de dañinas consecuencias públicas, económicas y personales? La mera duda, repleta de indicios, es suficiente para activar todas las alarmas y poner pie en pared.
Porque solo en los sistemas autocráticos las instituciones se subordinan a los partidos. Y solo con dirigentes autocráticos se sustituye la rendición de cuentas a la ciudadanía por la inducción de la muerte civil de políticos, periodistas o intelectuales desafectos al régimen.
No es para tomarse a broma que un Gobierno incapaz de aclarar la epidemia de corrupción que le rodea responda a esa emergencia generando un ecosistema mafioso con el que perseguir, señalar o amenazar a todo aquel que levante la voz ante sus excesos, dando apariencia de legalidad a lo que no son más que burdas cacerías predemocráticas.
Si de alguna familia hay que hablar no es de la de Ayuso, que no medró por los favores de la Comunidad de Madrid. Algo que no se puede decir de la de Sánchez, enfangada desde hace años en reiterados casos de presunto nepotismo y de favores públicos solo viables por su cercanía al presidente.
Y en especial de su propia esposa, Begoña Gómez, cuya prosperidad exige una investigación a fondo que demuestre o descarte si tiene que ver o no con la generosidad del presidente con aquellos que mantienen relaciones comerciales con ella.
Algo que en sí mismo ya es deplorable pero que, además, sería enjuiciable si se demostrara la relación de causa y efecto entre el patrocinio o contratación de Gómez por parte de compañías que, casualmente, reciben luego de manera arbitraria millonarios favores firmados por el propio Sánchez.
Que una compañía muy relevante obtuviera hasta mil millones de rescate público, en un cheque extendido por el presidente del Gobierno, justo después de trabajar con su esposa, exige respuestas inmediatas en sede oficial. Y que esa empresa contara con intermediarios presentes también en la trama de las mascarillas descarta de antemano la casualidad.
Porque en Sánchez todo suena ya a corrupción, unas veces económica y otras políticas: también comprar la voluntad de siete diputados a cambio de una infame amnistía es corrupción, y más grave aún que intercambiar maletines con dinero por contratos públicos de administraciones socialistas.