Sánchez culmina el atraco a España
La ley de amnistía es una invitación a que el golpismo pueda recrudecerse, esta vez sin las barreras que lo frenaron
Aprobar una amnistía es siempre, por definición, un ejercicio de riesgo que solo debe plantearse cuando se concitan grandes consensos en torno a una medida excepcional que supone suspender la vigencia del Estado de derecho para beneficiar a quienes lo pisotearon.
Si esa condición no existe y se transforma en un burdo cambalache, en el cual el beneficiario logra impunidad y el inductor el poder, la valoración no puede ser más funesta: no se trata de impulsar un acto de generosidad que reintegre a nadie en el sistema; sino de avalar las razones que llevaron a los delincuentes a atacar el régimen vigente a cambio de que le permitan conservar el poder a un perdedor electoral.
Eso es lo que ayer ocurrió en el Congreso, con la indigna ausencia del promotor del obsceno intercambio de favores, Pedro Sánchez, incapaz de dar la cara para defender en persona algo que, en realidad, es indefendible.
Porque ninguno de los amnistiados por la ley, que aún deberá volver al Congreso tras el previsible veto del Senado, ha reconocido sus excesos, ha renunciado a sus objetivos, ha aceptado la ilegalidad de los medios desplegados para obtenerlo y se ha disculpado por los efectos generados.
Al contrario, todos han anunciado que convertirán el cheque en blanco de Sánchez en una invitación formal a repetir su escalada insurgente, con la seguridad de que esta vez encontrarán menos resistencia: Sánchez no solo ha bonificado los delitos cometidos, sino que además, con una amnistía impuesta a la fuerza por vulgares chantajistas, ha invitado a cometerlos de nuevo.
Que todo ello se respalde en un contexto de debilidad del Gobierno de Cataluña, cuyo titular se ha visto obligado a cancelar la legislatura y convocar nuevas elecciones autonómicas el próximo 12 de mayo; hace aún más indigesta la sumisión de Sánchez: mientras el separatismo se despelleja en una guerra fratricida entre facciones, con Puigdemont y Junqueras como emblemas de ese pulso supremacista, el PSOE se ha dedicado a reforzar su caduco y minoritario proyecto, en lugar de a trabajar para hacerlo aún más residual.
La corrupción sistémica que afecta a Sánchez, con su propia esposa relacionada con una trama infame, aumenta el desdoro de una rendición inaceptable y fruto, exclusivamente, de las necesidades de un político codicioso y capaz de lograr siempre, por las bravas, lo que las urnas nunca le han concedido.
Semejante afrenta es desoladora, pero no conviene caer del todo en el pesimismo: una democracia como la española, asentada en Europa, tiene mecanismos de contrapeso para anular y enmendar las trapacerías de un negligente sin escrúpulos.
Hay que confiar en el Tribunal Supremo, en el Senado, en los juzgados y en Bruselas, por difícil que sea confiar en alguna de las instancias desafiadas por Sánchez. Y exigirle a todos ellos que estén a la altura del reto planteado por un inconsciente ambicioso que, con tal de sobrevivir, es bien capaz de someter a España a una lamentable subasta.
En un momento histórico como el actual, con la democracia secuestrada de facto por un Gobierno autoritario, todos estamos llamados a pelear democrática y pacíficamente por un sistema, el actual, que con todas sus imperfecciones ha garantizado casi medio siglo de avances, hoy amenazado por quienes más deberían custodiarlo.