La insostenible situación de Sánchez y de su esposa
Las revelaciones diarias conforman un escándalo sin precedentes del que el presidente del Gobierno ya no puede escapar
La constatación de que el propio Pedro Sánchez se dedicó, en persona, a promocionar al asociado de su esposa en la controvertida cátedra de la Universidad Complutense, confirma simplemente la magnitud de un escándalo que cada día añade un episodio nuevo más infumable que el anterior, pero menos que el siguiente. Porque el presidente del Gobierno hizo de agente comercial de una firma relacionada y recomendada por Begoña Gómez con antelación, y después le adjudicó contratos públicos por importes millonarios.
Sin necesidad de adelantar eventuales consecuencias penales, o incluso sin ellas por la dificultad para demostrar de manera fehaciente la existencia de delitos tan complejos como el tráfico de influencias, las políticas ya están muy claras, son insoslayables y en un país con fortaleza democrática serían de aplicación inmediata. Porque lo ya demostrado y documentado por este periódico y algunos otros resistentes a la bochornosa autocensura subvencionada de algunos colegas dispuestos, en el pasado, a dedicar cientos de portadas a casos artificiales como los de Francisco Camps o Rita Barberá, es suficiente para descalificar a Sánchez y exigirle su dimisión.
Es un hecho que Begoña Gómez aceptó, estando su marido ya en La Moncloa, una cátedra extraordinaria en una universidad pública, sin acreditar méritos ni ser licenciada. Lo es también que la especializó en el ámbito de la captación de fondos públicos; que se asoció con empresarios beneficiarios de decisiones de su gobierno; que mantuvo relaciones comerciales con compañías dependientes de un modo u otro de su marido y que se aprovechó de su condición para mantener interlocución con multinacionales, obtener de ellas bienes tecnológicos gratuitos e intentar a continuación explotarlos de forma privada. Todo esto no son especulaciones ni, desde luego, bulos fabricados por una inexistente «máquina del fango» activada por una conspiración de jueces y periodistas insurgentes. Son, simplemente, los hitos contrastados de la carrera «profesional» de la mujer de Sánchez desde que la pareja se instalara en la Moncloa.
Pretender solventar la acumulación de indicios de ilegalidad y la verificación de comportamientos abusivos con una mezcla de silencio e insidias contra quienes hacen su trabajo, sea investigar en un tribunal o informar desde un periódico, es inaceptable.
Y conculca una de las primeras obligaciones de un cargo público, que es rendir cuentas: negarse a ello y, aún más, amenazar con represalias legales a quienes cumplen con su obligación no solo es un fraude a los ciudadanos. También es un desafío inaceptable al Estado de derecho, sometido burdamente a la deriva autoritaria de un personaje convencido de que, tanto en lo político cuanto en lo personal, puede actuar con impunidad e inmunidad.
Nadie tiene derecho a parapetarse en el silencio para sortear el legítimo examen público de sus comportamientos, pero mucho menos quien convirtió la exigencia de responsabilidades al resto en el trampolín de su asalto al poder. Sánchez le ha pedido ejemplaridad, cuando no impuesto, a otros gobernantes, a sus actuales rivales, al Rey Juan Carlos y a la Casa Real.
Su caso no es una excepción, como él mismo le recordaría a cualquier otro presidente si su esposa, su hermano o sus amigos se hubieran dedicado a medrar al calor de su puesto. En los tribunales, todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Pero en política, en términos éticos y estéticos, siempre es culpable quien no es capaz de dar explicaciones razonables y pretende disipar sus formidables sombras con fuegos artificiales baratos.