En defensa de las moscas
Salvador Dalí, como amante declarado de estos insectos, dejó muy claro en la genial entrevista que Joaquín Soler Serrano le hizo en su programa 'A fondo' que era «un apasionado de las moscas, pero de las moscas limpias. No de las que se pasean por la cara de los burócratas y todo eso. Es repugnante»
El calor propicia situaciones que yo nunca creí posibles. Y no lo digo solo por los pantalones cortos. Hablo de las piscinas, su paisaje y su paisanaje; ese lugar en el que los sudorosos seres humanos se reúnen para aliviar los rigores estivales y la ordinariez alcanza cotas solo conocidas en el Congreso de los Diputados.
Yo, como persona que habita el mundo, a veces también tengo que ir a una piscina. En realidad, debo confesar que últimamente voy mucho. Me llevo un buen libro, me baño y trato de no pensar mucho en la situación delirante que estoy viviendo. Me concentro en otras cosas y alejo mi mente de esas personas que disfrutan tanto estando semidesnudas en público.
El último día de piscina, el tema recurrente en mi cabeza fueron las moscas: su vida, su origen y sus afanes. Esos magníficos insectos alados que gobiernan nuestro país durante los meses de verano y que suelen ser causa de gran martirio para algunos.
A mí no me molestan, más al contrario, aprecio fuertemente su difícil existencia. Estoy casi convencido de que su inteligencia va más allá de lo que la ciencia cree y que escogen a sus víctimas en función de muchas e intrigantes variables.
Esa tarde, la víctima de las moscas era un político madrileño del PP. El flamante diputado de la Asamblea de Madrid intentaba dormir la siesta y las tozudas moscas se esforzaban en impedirlo. Yo disfrutaba mucho, aunque en cierta medida me dio algo de pena por las moscas.
Y es que Salvador Dalí, como amante declarado de estos insectos, dejó muy claro en la genial entrevista que Joaquín Soler Serrano le hizo en su programa A fondo que era «un apasionado de las moscas, pero de las moscas limpias. No de las que se pasean por la cara de los burócratas y todo eso. Es repugnante».
Yo, si fuera mosca, sin duda querría posarme sobre los bigotes de Dalí y contemplar su vida y obra desde tan magna altura. Lamentablemente, aquella tarde muchas moscas se estaban descartando a sí mismas para semejante honor. Era una situación agridulce, como pueden ustedes comprender.
En esas andaba el político, espantando moscas sin descanso, cuando se acercó un muchachito con cara de efebo a saludarlo. Se sentó a su lado y comenzaron a charlar amigablemente. Nadie, excepto yo, detectó el comportamiento de las moscas. En cuanto el joven se sentó, las moscas comenzaron a tomarla con él de forma insistente. Y claro, aquello llamó mi atención.
Enseguida pude captar que aquel imberbe era miembro de las gloriosas fuerzas de asalto del PP, las Nuevas Generaciones, y, una vez más, tuve que simpatizar hondamente con las moscas. Ambos, el político y el aspirante a serlo, se reían animadamente.
Los ojos poco adiestrados podrían ver en aquella escena una especie de representación en la que Sócrates animaba a su joven discípulo a encontrar el último resquicio de la verdad. Yo no. Yo veía en primera fila, y con el torso al aire, cómo se fraguaba un tipo de corrupción que parasita nuestro sistema y, más concretamente, los partidos políticos.
El joven no debía de tener más de 22 o 23 años y cuando hablaba con el diputado se podía notar como el fuego de la ambición brillaba fulgurante en sus ojos. Parecía una charla sin trascendencia, si no fuera porque detrás de aquella «inocente» relación se escondía uno de los tumores crónicos más peligrosos de nuestra democracia: el clientelismo.
El problema de Nuevas Generaciones no son las personas que la componen, sino la propia organización en sí y cómo está concebida desde sus cimientos. Yo tengo algunos amigos que han sido miembros y puedo decir que son estupendos, sin duda. Pero también puedo decir, porque lo he visto, que, independiente de cómo sean, siempre hay un elemento indisoluble que los unirá mientras dure su vida política: la falta total de independencia y criterio respecto a sus partidos.
Un joven medio avispado que se mete en esa organización sabe que, callándose y aceptando sin rechistar las órdenes de sus superiores, muy pronto podrá ocupar un cargo público bien remunerado para el que, además, no se requiere preparación específica ninguna. Y si tiene suerte, y sabe esquivar los cuchillos que sus compañeros querrán clavarle por la espalda, sin duda podrá hacer una carrera completa a cargo del contribuyente. Y ese, por lo pernicioso, es el gran problema. No es lo que ganas, sino lo que pierdes por el camino.
La manera de medrar en estas organizaciones es cerrar la boca y obedecer sin inmutarse. No se exige nada más. Por eso, los mediocres ven en la política una forma rápida y fácil de ganarse la vida. Las personas inteligentes e independientes, con iniciativa e imaginación, son carne de guillotina. Los partidos los regurgitan sin piedad. No son aptos.
Para paliar esta alienación, o atenuarla severamente, bastaría con exigir a los aspirantes a políticos una serie de requisitos. Tener un grado universitario o un grado de formación profesional sería un buen comienzo. Exigir un periodo mínimo de cotización en una empresa privada sería otro. Eso, al menos, garantizaría su independencia. Con formación previa, si la política les va mal, siempre podrían volver al sector privado. Serían libres.
¿Por qué muchos políticos se resisten a dejar la política como si la vida les fuera en ellos? Sencillamente porque no tienen otro sitio a donde ir. La gran mayoría de ellos saben que en el sector privado no ganarían ni de cerca el sueldo que ganan con el ejercicio de la política. Y esa es la gran perversión de los partidos y sus nuevas generaciones. Te captan desde muy joven y te van dando cargos hasta que, sin que te des cuenta, te secuestran creando una codependencia muy difícil de romper.
Mientras no se tomen medidas drásticas al respecto, las moscas seguirán acudiendo a molestar a los malos políticos, sacrificando así la posibilidad de posarse sobre los bigotes de Dalí. Y yo me pregunto: ¿quiénes somos nosotros para despojarlas de semejante privilegio?
- Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista