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EN PRIMERA LÍNEAGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Anarquía aviar y frustración

De repente, miles de jóvenes se han dado cuenta de que la vida es algo real y de que, lamentablemente, no son tan especiales como ellos creían. Tienen que madrugar, trabajar (los que pueden) y sufrir para llegar a fin de mes, como el resto de los mortales

Actualizada 19:40

El otro día llevé a mi sobrino al parque. Fue una de esas experiencias aterradoras que todo tío debe pasar de vez en cuando para ganarse el cariño de la pequeña criatura en cuestión. Tras comprobar que no tenía que hacer nada concreto para que el niño lo pasara bien, localicé un banco vacío y me senté.

Afortunadamente, nadie se colocó a mi lado durante un pequeño lapso, por lo que tuve la oportunidad de estar tranquilo. Pero eso fue un rato. Al parecer, algún viandante de tiernos sentimientos decidió dar de comer a las palomas y gorriones cerca de donde yo estaba y en cuestión de un minuto se apoderó del parque una especie de anarquía aviar que juzgué intolerable. Aquella tortura duró unos quince minutos; tiempo suficiente para que otra señora tomase el relevo del primer azuzador del anarquismo y lanzase migajas de pan previamente preparadas en su casa. No pude más que levantarme de mi sitio e ir a buscar a mi sobrino que, en ese momento, charlaba animadamente con otros liliputienses.

Ante sus airadas protestas por nuestra precipitada fuga tuve que ceder a su chantaje e ir a comprarle un helado para que se quedase más tranquilo. Era la única manera de llevármelo de aquel manicomio y huir a un lugar más tranquilo exento de pájaros con ideas políticas subversivas.

Pasamos un rato de lo más tranquilo. La verdad es que los niños siempre me relajan con sus charlas intrascendentes. Me recuerdan que si me esfuerzo con ahínco siempre puedo acabar siendo como ellos.

Más tarde, dos chicas como de unos dieciocho años se sentaron muy cerca de donde estábamos y comenzaron a charlar. Yo, mea culpa, metí antena de forma casi inconsciente. Habían quedado para tomar café y hablar de sus problemas. Una costumbre muy extendida que yo nunca he logrado comprender.

Una de ellas estaba de lo más contrariada. Según contaba, sus padres le habían anunciado esa misma tarde que, desgraciadamente, el año que viene no podría ir a la universidad privada de sus sueños. Costaba demasiado dinero y no podían permitírselo. Tendría que conformarse con otra universidad más barata o elegir una pública.

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Lu Tolstova

Tras unos minutos de relato comenzó a llorar amargamente. Yo, que poseo cierto temperamento galante, estuve a punto de intervenir, pero mi curiosidad pudo más y me mantuve callado y expectante.

La niña lloraba desconsoladamente y achacaba a sus padres toda la culpa de la situación. La amiga, que me pareció bastante cabal, trató de consolarla durante un buen rato con bastante tacto y cariño. Pero la afectada no atendía a razones. Decía cosas como «tía es que no lo entiendes», «tía es que no quieren que sea feliz» o «tía es lo peor que me han hecho en mi vida». Pero la frase que más me llamó la atención fue la de «tía, es que me lo prometieron. Me han traicionado tía y nunca se lo voy a perdonar».

Y así, entre «tía» y «tía», siguió la conversación hasta que se fueron.

A mí me dio bastante pena todo aquello. Enseguida me di cuenta de que estaba ante otro nuevo caso de la gran pandemia silenciosa de nuestro siglo: la frustración. Un virus que llevamos incubando décadas y cuya única vacuna es la cruda e incómoda verdad.

En realidad, esa chica no tiene la culpa de ser tan egoísta. Ha sido determinada desde que nació para comportarse así. Lleva tanto tiempo escuchando que «si quiere, puede», que «para conseguirlo solo hay que soñarlo» o que «los límites solo están en su cabeza» que, al final, ha terminado por creérselo.

Y como ella, hay cientos de miles de jóvenes y no tan jóvenes que no comprenden cómo sus vidas están yendo tan mal. No es lo que les habían prometido sus papás, sus profesores, las películas de Disney, los políticos y los anuncios de la tele. De repente, se han dado cuenta de que la vida es algo real y de que, lamentablemente, no son tan especiales como ellos creían. Tienen que madrugar, trabajar (los que pueden) y sufrir para llegar a fin de mes, como el resto de los mortales.

Ellos no lo entienden. Se preguntan contantemente qué ha fallado y cuál es la razón exacta por la que a sus 35 años no son estrellas de Hollywood, astronautas o futbolistas de primera. Hicieron todo lo que les dijeron que había que hacer, creyeron en su deseo intensamente, pero nunca lo consiguieron. Ahora se están despertando de ese sueño y comienzan a estar muy enfadados.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista
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