Hace pocos días le partieron la cara al hermano pequeño de una amiga mía en su lugar de veraneo. El chaval intentó defender a una niña que «no debía» y los locales comenzaron a pegarle puñetazos y patadas voladoras hasta dejarlo en un estado bastante deplorable. Estoy seguro de que si son lectores madrileños sabrán perfectamente a lo que me refiero.
Hablo de la «caza al madrileño», una de las actividades favoritas de todos los pueblos o ciudades que en verano ejercen de huéspedes de las hordas de ciudadanos sedientos de chapoteo. Un deporte que se ha convertido en nacional y que algunos jóvenes de las localidades receptoras ejercen con entusiasmo y, desde hace algunos años, renovado y preocupante vigor.
Hubo una época, allá por los 2000, en los que estuve en busca y captura en un pueblo segoviano, muy cercano a Madrid. Por aquel entonces, yo gozaba de los beneficios de un pelo robusto y mi flequillo ejercía de cómoda visera protectora contra los rigores del sol. Era lo que se conoce como un blanco perfecto.
Todos los días, para llegar a nuestro club de referencia, teníamos que pasar por un parque infestado de enemigos. Como parte de su juego, los locales nos tiraban piedras mientras emitían grandes bufidos cargados de satisfacción. En aquellas aventuras nada estaba claro excepto una cosa: cuando un flequillo caía al suelo, no quedaba más remedio que presentar batalla.
Un día, pasando justo por la zona cero en bicicleta, una pelota de tenis me dio en la espalda. Frené la bici y me di cuenta de que quien venía a recoger la esfera peluda no era un asesino en serie, sino una alegre y risueña muchachita local. Bajé grácilmente de mi bici, puse mi pata de cabra con estilo y recogí la pelota para devolvérsela a la supuesta jugadora.
En cuanto el intercambio se produjo, un grito atronador, emitido según mi juicio por un elemento satánico, trató de llamar mi atención. Enseguida me di cuenta de que un corpulento mastodonte corría hacia mí a una velocidad vertiginosa, deseando sin duda ejercer algún tipo de violencia física sobre mis asustados huesecillos. Pronto caí en la cuenta de que yo era estúpido y de que aquella chica no era más que un señuelo. Aquellos lacayos de Belcebú habían ideado una nueva trampa y yo había caído estrepitosamente.
Aunque pude escapar sin demasiados rasguños no me libré de sus represalias. Los muy sátiros averiguaron mi nombre gracias a que atraparon a un tierno infante que se dirigía al mismo club que yo y le sometieron a un severo interrogatorio. Mi bici fue la pista que les llevó a mi nombre. Esa misma tarde, un amigo mío que se llevaba medio bien con un par de ellos me comentó:
- ¿Por? ¿Te han dicho algo los del pueblo?
- Sí, me han dicho, y cito, que «como pillen al Cabollo ese le vamos a romper los hocicos».
- Y eso, ¿en qué situación me deja?
- Precaria
Y así fue. No salí de casa en una semana.
Años más tarde volvió a sucederme algo insólito en las fiestas de un pueblecito de Cantabria. Un amigo mío y yo decidimos que queríamos sumarnos a la celebración y pasamos la tarde tomando algunos vasos. Todo transcurría de forma satisfactoria hasta que, en un momento dado, un gigante apareció en el bar. Se trataba del vaquero de la localidad y respondía al nombre de Macario. Iba vestido con un niqui verde roído, bermudas piratas y calzaba unos enormes zuecos de madera cuya talla no estaba alejada del número 50.
Nada más entrar posó su mirada sobre mí. Estaba claro que aquel hombre utilizaba un perfume más efectivo que el mío, pues sus zuecos apenas podían sostener los tambaleos de aquel titán.
Ante sus miradas insistentes, yo tuve que sonreír. Un acto reflejo que juzgué amistoso pero que a él debió de sentarle fatal. Se acercó a mí y me dijo:
- Perdona si te he molestado. No era mi intención.
- No me molestas tú, papardo. Me molestan tus dientes.
- ¿Mis dientes?
- Sí, tus dientes, papardo. Son demasiado blancus y me deslumbran. Así que tira, tira que la tenemos.
Macario la había tomado conmigo y, como el vaquero no parecía muy amigo del diálogo, comprendí que era el momento de irse. Entretenerse en complicadas conversaciones sobre el esmalte de dientes de cada persona, con un hombre fuertemente perfumado y en zuecos, habría resultado un ejercicio sumamente fútil.
A mí personalmente no me molestaban estas cosas. Entendía el juego y las razones de unos y otros para darse una bofetada de vez en cuando. Pero, en la actualidad, esa actitud «deportiva» que yo he vivido durante mi juventud ha cambiado. Percibo miradas de auténtico odio que antes no veía y que nada tienen que ver con el tamaño de mi flequillo.
Algunos políticos irresponsables han declarado la guerra a Madrid para tapar sus propias carencias e inseguridades. Como niños malcriados, en vez de imitar las cosas que se hacen bien para mejorar, rechazan el éxito que no es suyo y egoístamente tratan de arrastrar a sus votantes hacia las cuevas infectas de sus envidias y pataletas, atacando sin piedad un modelo de gestión que en su fuero interno desearían que fuera el suyo. Y lo están consiguiendo. Mienten, difaman, y vierten veneno de forma permanente sobre Madrid siendo conscientes además, y esto es lo más grave, de que cada palabra que sale de sus bocas cala en las personas a las que van dirigidas.
- Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista