La recta final
Confío, como tantos españoles, en que la historia no continúe escribiéndose desde la traición a golpes del chantaje de un puñado de votos en el Parlamento
La diferencia del que vivimos con otros momentos en la historia de los nacionalismos caseros, ahora independentismos, es que por primera vez lo pilota un presidente del Gobierno contra su propia nación, su Constitución y su historia con el único objetivo de sacar beneficios políticos personales a corto plazo. Por eso la situación es tan grave. Sánchez repite que el conflicto catalán es menos violento que hace cinco o seis años. ¡Claro! Cuando un ladrón entra en tu casa, le reconoces su derecho a robarte y le ayudas a llevarse tus pertenencias ¿cómo no te va a complacer? ¿te va a abofetear? Sánchez da a los independentistas todo lo que le piden aunque siempre exigen más y él, cínico y débil, nunca dice que no.
Francesco Guicciardini, considerado padre de la historiografía moderna, embajador de la Florencia de los Medici ante el Rey Fernando el Católico, dejó páginas inteligentes y esclarecedoras sobre aquella Corte y aquel tiempo, desde su cercano trato con el Monarca, en «Relazione di Spagna». Ahora muchos tendrían que leer a Guicciardini porque resulta que la unidad de esfuerzos y de destino que él admiraba en la España de 1511 es, cinco siglos después, una realidad en grave riesgo y hay quien se cuestiona si España es o no es, debe vivir hacia el futuro o debe volver atrás cinco siglos, a fragmentarse y, en definitiva, a desdecirse a sí misma.
En España los nacionalismos fueron el desbordamiento de los regionalismos con el romanticismo al fondo; más sentimiento que estrépito. La mayoría de las regiones no traspasaron los límites de las tradiciones, de la lengua y de los llamados hechos diferenciales que, además, venían de atrás y nunca habían representado exclusiones o rupturas. Pero el País Vasco, Cataluña y, en mucha menor medida y con bien distinto desarrollo, Galicia (ahora hay que sumar la aberración de los llamados países catalanes), se desviaron y aprovecharon en su expansión hacia la diferencia radicalizada y excluyente las contradicciones, debilidad, ligereza y mediocridad de políticas y de políticos que no supieron o no pudieron responder con altura de miras y convocatorias atractivas al tirón ciertamente egoísta de un oportunismo disgregador que aprovechó las situaciones críticas de la realidad nacional.
Esos nacionalismos tomaron pulso en épocas de decadencia española. En el País Vasco, además, se alimentó en el fracaso de la experiencia carlista y el final de aquella guerra, y en Cataluña, como reconoció Cambó, bebió también en una percepción de la rápida y creciente riqueza entendida pronto como superioridad. Los fueros y las leyes propias supusieron más un pretexto para invocar agravios que una realidad porque, en definitiva, encorsetaban la expansión de aquellas regiones que se abrieron pronto económica y comercialmente al resto de España y al mundo. En contra del proclamado victimismo, el País Vasco y Cataluña fueron regiones mimadas por los Gobiernos españoles, destinatarias de enormes inversiones, con sus industrias protegidas y sus economías primadas.
Cerca y tras el desastre del 98 los regionalismos románticos crecieron, se tensaron y se convirtieron, ya sin careta, en nacionalismos. Otra vez aprovecharon la debilidad de una España noqueada, desnortada y sin pulso con Gobiernos pusilánimes, sin valores, sin principios, y que en ocasiones ponían en duda el mismo concepto de nación. Luego, ya lo hemos vivido, a cambio de apoyos parlamentarios de uso inmediato, esos Gobiernos daban alas a quienes se habían inventado una fabulosa historia propia. Desde Felipe González todos los Gobiernos han sido culpables. Eso, elevado a despropósito y a traición, es lo que padecemos en la España de Sánchez.
Se miente la historia. No existió nunca una guerra entre España y Cataluña ni fue sojuzgado el País Vasco, y la historia está plagada de gloriosas aportaciones de vascos y catalanes en todos los ámbitos de la vida común. Los muchachos de esas dos regiones no lo saben porque en sus planes de estudio se les oculta la realidad, y ello se debe a la culpable debilidad de los sucesivos Gobiernos al desactivar la inspección educativa.
En esas regiones, unas clases políticas egoístas que optaban y optan por su disgregación de la realidad común y que no miraban ni miran más allá de sus ombligos, condenaban y condenan a sus pueblos a afrontar una apuesta llena de riesgos, sin sentido, fuera de la realidad y de lo razonable, y anacrónica en un tiempo de globalización. El independentismo supone hoy un equilibrismo sin red. Tengo muchas dudas de que los nacionalistas del siglo XXI busquen realmente la independencia. Lo que quieren es sacar réditos de esa amenaza en su beneficio, sobre todo el de sus clases altas. Otra falsedad es que actúen para el pueblo; se mueven para los poderosos.
Me temo que estamos en la recta final. Los designios de Sánchez son claros con su okupación de las instituciones. Cambiará la Constitución por la vía interpretativa, todo avalado por «su» Tribunal Constitucional. Por ejemplo para hacer posible un referéndum catalán desde el artículo 92. Para salir al paso de lo que no sería otra cosa que una nueva traición tendría que existir una responsabilidad mayoritaria de los españoles superando la pereza y el miedo, y una movilización electoral sin confusiones. Si es que hay elecciones limpias; me permito dudarlo visto lo visto.
Confío, como tantos españoles, en que la historia no continúe escribiéndose desde la traición a golpes del chantaje de un puñado de votos en el Parlamento.
- Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando