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La verdad y la política

Sin la mutua aspiración a la verdad a nuestro alcance, la discusión no es más que violencia disimulada. Y no hay modo más efectivo y más del gusto de nuestro tiempo para disimular la propia violencia que fingirse víctima

Actualizada 01:25

Estas últimas semanas la actualidad política y mediática española ha tenido un cariz especialmente desalentador. No es exagerado decir que se ha hecho evidente la irrelevancia pública de la verdad, su manoseamiento ideológico y mediático junto con la pasividad acrítica de las opiniones dominantes y domesticadas.

El cinismo que antaño se ufanaba sentenciando que la verdad y la política no tenían nada que ver se ha transformado en una descripción resignada pero realista de la marcha de nuestras sociedades. La mentira ha dejado de ser un estigma capaz de arruinar una carrera política para convertirse en un truco artesano del político. Como si de un mago se tratara, si el truco se descubre es por falta de oficio, es decir, por no saber mentir suficientemente bien. Es lo que se espera de un político: que mienta y escandalizarse cuando lo hagan es una candidez.

Los gabinetes de comunicación se han convertido en el líquido amniótico en el que viven los políticos, y en el que toman decisiones guiados por expertos en nada, es decir, en todo, en comunicación. Estos asesores ya no dan forma comunicativa o mediática a las ideas y programas, sino que señalan qué ideas y programas se pueden comunicar con éxito, convirtiéndose así en los generadores de los inexistentes contenidos políticos. Y si ellos no lo hacen, lo hacen los propios políticos que no están dispuestos a defender nada no ya contra una oposición cerrada, sino contra una mediana borrasca mediática.

De ahí la tediosa profusión de eslóganes y tópicos en boca de sujetos, la mayoría de los cuales no superarían los filtros electrónicos para detectar robots. Los políticos se han convertido todos en portavoces en sentido exacto, es decir, en portadores de una voz ajena y manufacturada por expertos, incapaz de resonar con sentido en una ciudadanía cada vez más apática con la actualidad política. Los experimentados sabiondos alegarán que los políticos actuales no son peores que los de hace unas décadas. Pero lo cierto es que los ambientes éticos pueden degradarse o mejorarse, y el nuestro no ha hecho más que empeorar al respecto del aprecio público de la verdad.

Además, se ha instalado la suposición de que nada de lo anterior tendrá consecuencias y que las cosas seguirán su curso más o menos previsible sin que nuestra acomodaticia indiferencia sea un factor relevante de los acontecimientos. Pero esa dejación entre cínica y resignada de la política a los políticos es lo que hace posible que se pueda decir unas cosas y hacer exactamente las contrarias sin penalización social.

Ilustración: La verdad y la politica

Lu Tolstova

Más allá aún, se ha instalado la superchería de que la verdad no existe en los asuntos tocados por las divergencias políticas. Y que cada uno piensa en todo según su querencia ideológica, ya se sea juez, periodista, profesor, científico. Al parecer, la ecuanimidad del juez, del investigador o del periodista no son ni posibles ni exigibles. El resultado paradójico es que, precisamente porque se menosprecia la aspiración a la verdad, cada uno se conduce como si la poseyera en exclusividad.

De esa manera, como advirtió Adorno, «la verdad es entregada a la relatividad y los hombres al poder», pues quien gana cuando la verdad no importa es siempre el poderoso y el poder mismo cuyo ejercicio se vuelve incontestable. Al contrario de lo que se supone, el mayor peligro para la libertad de todos es el menosprecio de la verdad, incluso en aquellas cuestiones en las que la discrepancia sea difícilmente superable.

A los indefensos, los desposeídos de poder para hacerse oír, a los avasallados solo les queda la esperanza en que otros no den por hecho que la verdad no existe, o que no se puede alcanzar razonablemente a reconocer lo justo y a saber la verdad del abuso. El relativismo es la coartada social preferida de los poderosos para salirse con la suya y quedar impunes.

Si de los periodistas no se puede esperar más que el argumentario favorable a sus tendencias ideológicas y de los jueces las sentencias que las ratifican, entonces ni unos ni otros merecen más respeto que el de muñidores de opiniones según posiciones de poder. De ahí que la crisis de nuestros sistemas de convivencia sea una crisis del sentido del propio deber profesional que se manifiesta en una ideologización global de la vida social.

La moderación imprescindible para la convivencia no surge de la mutua falta de principios que haría posibles los acuerdos equilibrando intereses. De hecho, la disminución del aprecio por la verdad y el aumento de la polarización van de la mano. Para poder discrepar es necesaria la previa suposición de que la verdad es respetable y de que en cierto sentido obliga al que discute. Cuando todo es discutible dejamos de discutir y empezamos a forcejear por prevalecer. Sin la mutua aspiración a la verdad a nuestro alcance, la discusión no es más que violencia disimulada. Y no hay modo más efectivo y más del gusto de nuestro tiempo para disimular la propia violencia que fingirse víctima.

  • Higinio Marín es filósofo
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