¿A que les mola la idea?
Cuando nos hurtan la capacidad de decisión política y esta queda en exclusiva en unas manos que tienen intereses propios, y no intereses nacionales, empeora la calidad democrática y nos distanciamos de una vida política aseada
Hace ya tiempo que el escritor y periodista norteamericano Walter Lippmann, definió «la enfermedad de una sociedad sobregobernada. Cambia la antigua fe por el ejercicio de un poder ilimitado por parte de hombres con mentes limitadas y prejuicios egoístas que pronto se vuelve opresivo, reaccionario y corrupto. Pasa de la creencia de que la condición misma del progreso era la limitación del poder a la capacidad y virtud de los gobernantes, a la nueva fe de que no hay límites a la capacidad de los hombres para gobernar a otros y que, por lo tanto, no se debe poner limitación a los gobiernos».
Vemos primeramente, que uno de los efectos de dicha enfermedad social es la pérdida de libertades individuales. Pero hay un segundo efecto que fue explicado por Friedman y es que en las sociedades sobregobernadas todo tiende al colapso. Si expulsas de la educación a aquellos que mayor interés tienen en la calidad de la educación de los niños, los padres, la escuela empeorará. Si pones la sanidad en manos de quienes sólo se interesan en gestionar un presupuesto cada vez mayor, colapsará. Y si entregas la justicia a aquellos que creen «que no hay límites a la capacidad de los hombres para gobernar a otros» ésta morirá. Así mismo, ocurre que intervenir los mercados va contra su normal funcionamiento y entonces se crean tensiones inflacionistas o se convierte el mapa energético en un esperpento. Y si lo piensan bien, esto lo sufrimos hoy en todos los ámbitos; menos en el de la corrupción que cada vez es mayor y más eficiente.
A los dos efectos mencionados, pérdida de libertades y mal funcionamiento de los servicios públicos y de la economía se une, en mi modesta opinión, un tercero que es el vaciado de contenido de nuestras instituciones que se vuelven incapaces de dar respuestas políticas a las necesidades de la sociedad. El ejemplo más claro de ello podría ser la abstención del principal partido de la oposición el PP, en la moción de censura que presenta al profesor Tamamaes como alternativa a la presidencia de Sánchez. El líder popular, el Sr. Alberto Núñez, deja ver que no sabe a quién prefiere como presidente, si al actual o al candidato. O lo que sería más grave aún; que le da igual uno que otro. La abstención será lícita, pero no pronunciarse en un asunto de tanta gravedad no suena muy responsable. El espectáculo de la política de la displicencia, de los candidatos diletantes, comienza a parecerme obsceno. Cuando esto escribo no se ha llevado a cabo la moción de censura y no sabemos el resultado, pero es muy probable que la opción del «me da igual» obtenga un vergonzante muy buen resultado, haciendo patente la situación de indefensión en la que nos encontramos los ciudadanos.
Resulta que nosotros, los sobregobernados, tenemos tan solo la condición de paganinis de toda esta estructura enferma de sobredosis presupuestaria. Pero, a diferencia de los políticos, nuestra abstención en un proceso electoral no está dotada de la facultad de conseguir resultado alguno. Al contrario de lo que nos ocurre a los ciudadanos, la abstención de políticos frente a una iniciativa legislativa o frente a un nombramiento puede conseguir que aquella o éste, no salgan adelante. En este sentido estamos en inferioridad de condiciones.
Imaginemos, por un momento, que nos ponemos a corregir esa disfunción y en nuestra legislación electoral se incluyeran unas disposiciones para dotar de significado político a una baja participación electoral. De modo que en el caso de que la abstención en unas elecciones se situara por encima de un porcentaje determinado, por ejemplo a partir del 51, del 52 o 53 por ciento... hubiera que repetir elecciones pero con candidatos distintos al menos en la primera mitad de cada lista. Exacto, una abstención superior a 53 por ciento generaría nuevas elecciones, pero con nuevos candidatos. Es decir, los políticos que han llevado al cuerpo electoral a no querer participar de los circos creados, todos a casa.
Tendría grandes ventajas. Renovaríamos la flota de políticos carrozas, y no la de nuestros coches, se subiría el nivel de exigencia de los mismos. Llevaría a los grandes partidos a no pactar con nacionalistas y a estos tentarse las ropas frente a elecciones autonómicas. Mejoraría la calidad democrática con mayor protagonismo de los ciudadanos y supondría un freno a la situación de sobregobierno. En la actualidad los ciudadanos tienden a inhibirse ante los abusos del poder y ante la corrupción política ya que no encuentran arma alguna a su alcance para pelear contra ello. Piensan que nada pueden hacer.
Lo que pasa en las sociedades sobregoberdas es que alejan al ciudadano de su capacidad para incidir y decidir sobre la vida pública. Veíamos al principio que Fiedman explicó porque empeora todo en nuestras sociedades estatalizadas. Pues del mismo modo, cuando nos hurtan la capacidad de decisión política y esta queda en exclusiva en unas manos que tienen intereses propios, y no intereses nacionales, empeora la calidad democrática y nos distanciamos de una vida política aseada y basada en la libertad y los derechos del ciudadano.
Si les mola la idea de poder renovar a nuestra clase política mediante ese sencillo procedimiento, no desesperen. Recuerden que en España, nuestro ordenamiento jurídico contempla la reforma constitucional mediante la iniciativa popular.
- José Antonio García-Albi Gil de Biedma es empresario