La ética del esclavo en España
¿Cómo hay que actuar frente a regímenes tiránicos y genocidas? ¿Alguien se atreve a condenar que los aliados declararan la guerra a la barbarie nazi? ¿Hay que aceptar la condición de cautivo no deseado por amor a la paz?
España es uno de los lugares del planeta en donde hay más pacifistas de salón. El discurso, monótono. Dos modalidades, grosso modo. Por un lado, los ingenuos partidarios de la paz universal que no entienden que haya guerras en el mundo y mucho menos en la vieja y culta Europa. Por otro lado, los partidarios de la capitulación de Occidente en beneficio de los regímenes comunistas o autocráticos. Unos y otros –ingenuos y entreguistas- suelen argüir que no están dispuestos a respaldar la política internacional norteamericana ni a satisfacer los intereses del complejo industrial-militar estadounidense. Unos y otros suelen coincidir en una máxima y en una reflexión. La máxima: la paz es un valor universal. La reflexión: no a la guerra.
Contrariamente a lo que suele creerse, la paz, como valor en sí, surge después de la Segunda Guerra Mundial tras la terrible experiencia del nazismo e Hiroshima. Al respecto, no son pocos los pensadores que, a lo largo de la historia, afirman –continúan afirmando- que la paz no puede ser considerada como un valor absoluto y universal. En determinadas ocasiones, la defensa de la libertad y la vida digna –esos son los dos grandes valores absolutos y universales empíricos del género humano- justificaría la existencia de lo que se denomina «el derecho a la guerra».
Un derecho que aparece ya en San Ambrosio (De la fe, 377), San Agustín (Las Confesiones y La Ciudad de Dios, 400 y 410), Santo Tomás (Suma Teológica, 1266) y Grocio (Del derecho de la guerra y la paz, 1625) continuando en nuestro tiempo con John Rawls (Teoría de la justicia, 1971), Michael Walzer (Guerras justas e injustas, 1977), Ágnes Heller (Juicio final o disuasión, 1985) o Michael Ignatieff (El mal menor, 2005). Una guerra que, al modo tomista clásico, es justa cuando concurren el ius ad bellum (legítima defensa ante la agresión) y el ius in bello (proporcionalidad en la respuesta).
La paz a cualquier precio abre las puertas a la ética del esclavo. Un comportamiento que algunos filósofos –Cornelius Castoriadis, por ejemplo– tildan de zoológico. Un comportamiento primario. La paz del cementerio. Un silencio inerte. La rendición. ¿Cómo hay que actuar frente a regímenes tiránicos y genocidas? ¿Alguien se atreve a condenar que los aliados declararan la guerra a la barbarie nazi? ¿Hay que aceptar la condición de cautivo no deseado por amor a la paz? ¿Hay que resignarse a la invasión de quien ilegalmente desea ocupar territorios y de quien pretende eliminar Estados democráticos? En determinadas circunstancias, la paz, sin más, es un pecado por omisión.
El pacifismo –como ocurre con el ecologismo, el feminismo, el animalismo o el denominado progresismo que todo lo engloba- no es sino una ideología substitutoria –de hecho, el recambio ideológico de los sujetos seducidos y abandonados por la historia- que ocupa el vacío dejado por la crisis, irreversible, del comunismo y el socialismo. De ahí que, en España, por ejemplo, proliferen los ingenuos y los simpatizantes de la capitulación. La ética del esclavo, se decía antes.
El discurso monótono de los pacifistas de salón por frustración ideológica e interés particular está ahí: que si España –es decir, la Unión Europea– se ha plegado a la política de Estados Unidos y a los negocios de las grandes multinacionales de igual origen, que si somos los súbditos de una OTAN al servicio del imperialismo yankee, que si la Rusia de Putin solo busca asegurar sus fronteras frente a la amenaza occidental, que si el uso de la fuerza por parte de la OTAN provoca el uso de la fuerza de Putin, que si Israel es un Estado genocida.
Treinta y cinco años después de la feliz caída del Muro, todavía hay en España quien, a la manera de Putin, añora la grandeza (?) de la Rusia comunista y arremete sin piedad contra la perfidia norteamericana y el capitalismo perverso. También, contra Israel. Sin olvidarse de vapulear a una triste y desprotegida Unión Europea que ni siquiera tiene un ejército propio para defenderse. Una Unión Europea –sin recursos suficientes para hacer frente a la amenaza– que sobrevive gracias a la protección brindada por el amigo americano que algunos de nuestros compatriotas denostan.
Si los pacifistas no fueran tan obtusos, se darían cuenta de lo obtusos que son. Se darían cuenta de que la guerra de Ucrania es también nuestra guerra y que la intervención militar en Ucrania es una inversión política –también, democrática– de futuro. Lo mismo ocurre con el conflicto de Israel, que también es nuestro conflicto.
Está en juego el orden/equilibrio/seguridad internacional, la paz mundial, la soberanía nacional, las libertades, los derechos, el futuro de la democracia, el presente y el mañana de la economía nacional e internacional. Occidente no debe hipotecar ni su presente ni su futuro. A eso se llama cultura de la libertad y la seguridad.
España no puede estar en el cruce de Rusia, Palestina e Irán. Ni puede coquetear –como hace un Pedro Sánchez oportunista, vanidoso e irresponsable que rompe el consenso europeo– con los enemigos de Occidente y la democracia. No hay equidistancia, ni intereses personales, que valgan.
- Miquel Porta Perales es escritor