Un estilo europeo
Se ha escrito bastante sobre los cimientos democristianos de la Unión Europea, pero no tanto de la solidez que le proporcionó contar en sus inicios con estupendos profesionales del derecho
Los padres de Europa eran buenos juristas, conservadores y católicos. Los venerables Schuman y De Gasperi, así como Adenauer o Hallstein, compartían esa forma de ver la vida y la política. Monnet o Spaak respetaban sus ideas, aunque no comulgaran con ellas. Se ha escrito bastante sobre los cimientos democristianos de la Unión Europea, pero no tanto de la solidez que le proporcionó contar en sus inicios con estupendos profesionales del derecho o, al menos, que se desenvolvieran con soltura en el mundo jurídico.
La formación universitaria en leyes de la mayor parte de nuestros protagonistas está en la raíz de una entidad que continúa sorprendiendo por su diseño y racionalidad. La filigrana legal sobre la que comenzó a fraguarse su arquitectura institucional sería impensable sin mentes moldeadas con intensidad por la teoría del Estado. Ese puñado de pioneros dominaban el arte de lo bueno y lo justo del que hablara Celso, algo de lo que se beneficiaría el formidable sueño hecho realidad en Roma en 1957.
Estas figuras no tenían al «Estado en la cabeza», como se decía con retintín de Manuel Fraga, sino al continente entero, al que anhelaban ver unido como sensacional espacio de libertades, democracia y bienestar socioeconómico. Aunque participaran de un mismo espíritu e ideología, no buscaban tampoco imponer un modelo acorde a sus criterios, lo que ha podido comprobarse a lo largo de las décadas.
Que al frente de naciones u organizaciones supranacionales estén personalidades así, garantiza el progreso. Y lo contrario profundiza en el retroceso. Nunca un jurista de los pies a la cabeza que ejerza un liderazgo como Dios manda permitiría la erosión del régimen sobre el que se vertebran sus sociedades, sino que haría lo imposible por potenciarlo y robustecerlo. Hacerlo de esa manera no solo contribuye a la adecuada salud del sistema democrático, sino que se ha demostrado que mejora la economía y el desarrollo social de los pueblos.
Del estilo de estos grandes europeístas, ciertos dirigentes contemporáneos han seguido su estela. Es el caso de Sergio Mattarella, presidente de la República Italiana, un personaje respetado y respetable dentro y fuera de las fronteras transalpinas. La obra sobre derecho público del académico palermitano es brillante y abarca desde la expropiación forzosa a cuestiones locales, siendo una referencia ineludible en materia parlamentaria. Su autoridad como magistrado constitucional que fue y su ejemplaridad personal, deslumbran. En esa ejecutoria pesó sin duda el legado gasperiano, del que su padre fue testigo privilegiado. Pero también haber formado parte cuando era joven de Acción Católica. Su tendencia moderada, con toques socialcristianos, le llevó a combatir tanto al populismo de izquierdas como de derechas cuando tuvo la oportunidad. Y a la cleptocracia que a veces anida en el poder. En un país tan complicado de gobernar, en el que hemos perdido la cuenta de los ejecutivos que se suceden cada dos por tres, tener como jefe de Estado a alguien equilibrado como él constituye un auténtico bálsamo. Para los italianos y para el resto de Europa. Mattarella es, desde luego, el estadista por antonomasia, el señorío y la prudencia en las formas, la sabiduría e integridad personificadas, un símbolo de lo máximo a lo que cualquier democracia puede aspirar.
Otro heredero de los grandes juristas democristianos comunitarios, que bebió en las mismas fuentes de Acción Católica, es Rebelo de Sousa. Los manuales de derecho administrativo del presidente portugués son cita obligada en las Facultades lusas, al igual que sus tratados sobre asuntos legislativos. El extravertido «profesor Marcelo», como lo llaman sus paisanos, ha compatibilizado su reputado quehacer docente con un periodismo vibrante e influyente, siempre guiado por idénticos horizontes a los de los recordados precursores de la actual Europa.
Que los altos destinos de una nación estén en manos así procura esa serenidad tan necesaria para asumir con consistencia los retos del futuro. Como se ha visto con el paso de los años, nada hay mejor para la prosperidad que la estabilidad, que acostumbra a vincularse con responsables que den la talla, que sean decentes, sensatos, patriotas, prestigiosos, con rigurosa preparación y lugar de retorno tras la política. Cuando un país tiene esa fortuna no hay desafío que se le ponga por delante.